8 de diciembre de 2016

ZUWEISUNGSGEHALT

¿Viste lo que es esa foto? Aunque no lo puedas creer es el muelle del Moro, donde vos y René bajaban las canastas de vino que traían de Chile. Es como si fueras a un geriátrico, hicieras foco en una vieja cualquiera y te dijeran que esa era tu novia de la adolescencia. Yo tampoco volví más. Hace años casi voy, es más, creo que fui y no me di cuenta. Viste que todos te dicen si vas ahora no lo reconocés. Temo haber ido y no haberme dado cuenta, haber recorrido los mismos páramos creyendo estar en otra parte. Al menos conscientemente nunca más fui. Además, cada vez que evoco esa región lo hago con recuerdos de otro, sobretodo tuyos. Incluso la foto, quiero decir, la razón de la foto en el blog poco tiene que ver con la entrada. No pienso mucho en nadie ni en nada últimamente. Ahora que me pongo a pensar en vos me doy cuenta que no tengo un rostro apropiado para ponerle a tu recuerdo. Pero pensar en vos es siempre plurar, es pensar en nosotros. O será que no sé pensar en nadie si no me incluyo. Nada, me acordaba de boludeces -me temo que si te las digo va a parecer un listado de objetos perdidos-: aquellos ridículos estudios alquímicos; la cabeza ovalada que hiciste una tarde en el taller de Quintino Bocayuva y que me condenó para siempre al Nandí; nuestras lucubraciones de un mundo paralelo en perpetuum mobile (nuestros monstruosos loops, nuestros cadáveres exquisitos basados en murmullos de rescate). Eso. Anoche encontré en internet la película esa donde Yul Brynner hace de robot y después me quedé colgado pensando qué dirías, que hubieras dicho de la versión nueva. A veces me pongo los auriculares y me quedo así, con ese silencio opaco, como entre paréntesis. La preferencia del guionista por los anfitriones ahora, pensarías, es puro Zeitgeist, ya no es la simpatía por la víctima sino una identificación (Korpgeist?): los anfitriones somos nosotros y los visitantes son los dioses omnipotentes, imbéciles, desencadenados. Tengo todavía los auriculares en las orejas. El aceite de chala me salvó. Eso es casi todo lo que se puede decir. No da para contar mucho más. No sé cómo estoy. En parte porque cambia todo el tiempo. En parte porque no hago foco ¿Debería evitar el aceite y todos tipo de entorpecientes? Seguramente no cambiaría nada. Le echo siempre la culpa a las drogas o al vino de mi extrañeza, de mi fragmentación, de mi perplejidad. El frasco apareció un día en la heladera: otra herencia secreta de Bea. Inge dice que al poco tiempo de empezar la quimio un viejo amigo se lo trajo (Hanföl, decía la etiqueta manuscrita). ¿Inge? Era su mejor amiga y hay que soportarla por eso. A pesar de que se lo recomendaron como antitumoral Bea lo vio más como un tranquilizante y apenas lo probó (tenía un escrúpulo de raíz socialista contra los psicotrópicos). Además no quería tranquilizarse. Inge dice ahora que Bea no me dijo nada porque tenía miedo de que se lo choreara. Sospecho que no está hablando sólo del aceite, veo un interlineado a la altura del rictus, lo dice con una sonrisa chueca en la boca. Conozco esa máscara: quiere mostrar ternura pero no logra esconder su antigua malquerencia. Yo ya había descubierto el frasco en la puerta de la heladera, encanutado detrás de unas ampollas de muérdago. A mí se me había terminado el porro pocos días antes y la mañana de su muerte, cuando todavía estaba en terapia intensiva, mientras preparaba el desayuno para Kai -un rato antes de ir a verla al hospital- manotié el frasco y me metí una dosis. Vengo repitiendo la cucharadita matutina desde entonces. Ya van 37 días. Anoche Kai durante la cena me hizo cierta mueca seguida de una flexión de cejas que es ya un guiño entre nosotros y que estrenamos la noche de los jabalíes. Fue en el hospital antroposófico de Havelhöhe. Los pacientes que van a parar a lo que se conoce como Paliative Station son los que están, como se dice, más cerca del arpa que de la guitarra. A Bea la internaron un miércoles para unos estudios. El viernes después de la escuela nos fuimos con Kai al hospital, que queda en las afueras, a la orilla de un lago que habría que ver si es un lago o un brazo musculoso del río Havel. Tomamos un cuarto en el pabellón de las visitas, una casona en medio del bosque. El sábado a la noche, después de la cena, dejamos a Bea en su cuarto (lo compartía con una mujer amable y agonizante) y nos fuimos caminando por los senderos del hospital. Unos cien metros antes de nuestro refugio los vimos. Eran unos diez jabalíes que al vernos venir salieron en estampida hacia la oscuridad, hacia la espesura. Kai y yo pasamos de la sorpresa a la euforia. Inútilmente intenté explicarle que lo que acabábamos de ver no era cosa de todos los días. Ya lo sabía. Dijo, en su español proteico, que ni Asterix había visto tantos. Cuando unos días después le dieron de alta la silla de ruedas y el equipo de oxígeno le eran ya imprescindibles. En realidad la mandaron a casa sin un motivo claro, después de proyectar una nueva internación para dos semanas mas tarde con la intención de hacerle una punción en la médula. Afirmaban que antes de iniciar cualquier tratamiento -no había ninguno verdaderamente razonable- debían asegurarse de que la médula estuviera libre de metástasis. Bea murió dos días antes de cumplirse ese lapso. Dos meses antes de cumplir cuarenta y nueve. De todos los hospitales en que los estuvimos el Havelhöhe fue el mejor. Gente super amable que parecían tener todo el tiempo del mundo para escucharnos. De echo se tomaron todo el necesario para decirnos que nos quedaba poco. Hablamos bastante en esos días. Fiel a su estilo Bea no decía mucho pero una de esas tardes supe por Inge que de todos los miedos que la afligían algunos me estaban dedicados. Temía por el amor en sí: creía que me había quedado a su lado sólo por la enfermedad. Temía por Kai: que me lo llevaría a Argentina para siempre ni bien muriera. ¿Había motivos para ponerlo así? Dijo tenerlos todos. Tanto el primer diagnóstico, el del cáncer de mama, como el segundo, menos de dos años después, el de las metástasis múltiple, nos había encontrado tácitamente separados. Si no me fui a vivir a otra parte fue debido a mis conocidas torpezas financieras. Estábamos en los jardines del hospital antroposófico. Era un día hermoso, fresco y soleado, uno de esos días en que el otoño no termina de llegar y el verano persiste en un rescoldo claro. Le dije que no tenía planes de arrancar a Kai de Berlín; le dije que me había quedado con ella porque no tenía adónde ir; que ella y nuestro hijo era todo lo que tenía en el mundo; que me conocía, que yo no era precisamente una persona especialmente piadosa sino más bien egoísta y que estaba allí a su lado por mí mismo, por mi propio interés, porque era eso lo que que necesitaba. No sé si me creyó. No sé si yo me creí. Recién hoy, ante el vacío sucesivo, siento que lo que le dije es una verdad como una casa. Perdoná los saltos. Es que la historia completa son puros fragmentos. Para cuando el diagnóstico de la metástasis cayó sobre nosotros como bombas aliadas -marzo de este año- yo estaba tramitando desde hacía tres meses una ayuda social estatal para poder mudarme. De echo dormía en la piecita de 3x2 donde laburo (tenía que desmontar la cama de día para hacer sitio, me había conseguido una colchoneta plegable de campamento). Volvimos al consultorio del Brustzentrum donde todo había empezado, otro hospital, el West End. En ese lugar, mientras le hacían los primeros estudios -punción; tomografías para localizar otros tumores- nos fuimos enterando de que además de los pulmones y el hígado, estaban afectadas también algunas vértebras. Nos mandaron a la oficina social del hospital para que nos informaran lo siguiente: Bea, que durante el cáncer y su cura había percibido el 65 por ciento de su sueldo docente (Krankengeld, traducido errónea y maliciosamente como dinero enfermo) ahora que había vuelto a enfermarse de la misma enfermedad un año y algo después del primer brote, según la ley, no podía seguir recibiendo el “dinero enfermo”; tenía que ir ahora a la oficina de desempleo, es decir, se la consideraba desempleada a pesar de tener un puesto fijo en una escuela. Más allá de que el jornal de desempleo es de menos del 60% del sueldo de maestra -como si tener cáncer fuera más barato que estar sano- nos llamó la atención la ley. Bea tenía un puesto fijo en una escuela pero era declarada desempleada como castigo por haberse enfermado de la misma dolencia demasiado rápido. Según esa ley, el cáncer debería haber esperado por lo menos tres años para volver. La consejera social del hospital nos dijo también que ni bien entrara en el nuevo status de desempleada la iban a presionar para que se pensionara, lo cual reduciría su entrada un 40% más; que debíamos hablar con la oncóloga para que ella demorara con excusas médicas esa abrupta caída en la indigencia. Con esa pensión miserable y mis magros ingresos como artista íbamos derecho al escalón más bajo de la socialdemocracia: el JobCenter, la casta de los intocables. Lo irónico de todo esto es que vivir enfermo es bastante más caro que vivir sano. Así, ayudado por mi histórica incapacidad de generar mejores ingresos nos fuimos comiendo los ahorros. Los ahorros de Bea. Qué tema, hermano. Los ahorros que Bea siempre tuvo, para mi sorpresa, y que eran más bien inyecciones de capital paterno. A ver, ya sé que el poder actúa in razón ni piedad. Cifras. Las cifras no sienten frío ni calor. En un país que se divide entre católicos al sur y protestantes al norte el único dios que los aglutina es el dinero. Este demiurgo exige una carrera rectilínea hacia el éxito individual que si bien no se caga del todo en el otro como un Maccry castiga con la caída en la asignación universal -gravamen que paga la burguesía para evitar la desagradable lucha de clases- y te descarta igual que la madre naturaleza o el nacionalsocialismo si sos débil o enfermo. Ojo, yo ya sabía que ser pobre es carísimo. Lo que indigna es el castigo. Pobre Bea, que creyó tímidamente en el gran dios o al menos le fue tan obediente. Sin mencionar lo jodido que resulta que ante una enfermedad cuyas causas se desconocen pero cuya cura, aseguran, depende de la voluntad y el buen ánimo el sistema te tire a matar, te meta más miedo sobre el ya tremendo miedo a morirte que traés. Por ejemplo: casi desde la llegada del último diagnóstico estábamos recibiendo, como ya te dije, ayuda del estado. La ayuda era digamos de menos del 20% del monto que se necesita para vivir, es decir, nos completaba el faltante (unos 300 euros al mes, digamos). Al segundo mes de recibir la ayuda ya nos llegó una carta en la que nos instaban a ir pensando en mudarnos. La casa -de dos ambientes y medio- es demasiado grande y/o demasiado cara, detallaba la carta en ese alemán paralelo que se cocina en los ministerios. El ½ ambiente de más es mi estudio que teóricamente como trabajador independiente tengo derecho a tener. Un cuarto para Bea, otro para Kai y pará de contar (la cocina, por suerte, tiene lugar suficiente para oficiar de comedor diario). Pero sumado al resto, la enfermedad y su posible reducción o control -la cura definitiva, lo sabíamos, era imposible- el castigo del ingreso sumado a la intranquilidad causada por la posible pérdida del espacio mínimo vital... Lo sé, sudor sudaka no chiya, pero esto es Alemania, carajo, un país alfa. Afuera, a cien metros de casa, están las nuevas propagandas del ejército. La campaña tiene ya más de un año y no para. ¿Porqué el ejercito alemán -no se llama más Wehrmacht sino Bundeswehr- habría de competir con las grandes marcas en los nutridos espacios publicitarios callejeros? Porque el ejército es la salida laboral más interesante, permite formarte en el oficio que quieras (podés ser médico si querés) y todavía te pagan. Vení y ganá, dice el cartel de al lado. La estética de los carteles del la Bundeswehr es extremadamente cool, combina las manchas de combate con los brillos de un war-video-game. Somos güiners bien pistola -las armas alemanas vuelven a ser vanguardia, no es un dato menor- y te invitamos al clú del güiner. La producción y el máximo rendimiento son más importantes que todo lo demás por eso... la única cultura válida es la del éxito. El éxito es higiénico, produce ciudadanos obedientes, temerosos, pusilánimes, moderadamente mentirosos. ¿Porqué? Entre otras cosas porque nadie en su sano juicio puede salir inerme a la presión de desear ser otro, es decir, a tanta alienación, a tanto ir en contra del propio deseo. Basta charlar con un adolescente. Van a elegir una carrera que prometa un éxito económico seguro aunque les guste más dibujar o tocar el banjo o tejer mañanitas. Lo hacen a sabiendas. Tienen que hacerlo. Se considera lógico. Es el muss. El muss es el virus germano por excelencia. Lo inoculan ya en la escuela, sobretodo a partir de la secundaría. Lo observé en Miko y pronto lo voy a ver en Kai. Los preparativos para la faquin carrera. Se empeñan en ver la vida como una carrera. El ganador o los ganadores son tres, digamos. No pueden ser muchos porque sinó no sería tal. Uno primero, el otro segundo y allá viene un tercero. Después, ponele, los siete que completan los diez más mejores. El resto es bulto. Los diez primeros van a afirmar que el éxito obtenido es producto del esfuerzo. Ganaron porque se esforzaron más. Ésta. Esforzar, se esforzaron todos. Lo que el güiner hizo es esforzarse con la eficacia requerida, es decir, siguiendo una determinada lista ya rumiada por las leyes de la competencia. Y claro, la lista es caprichosa, es toda una visión del mundo. La mayoría de los requisitos que esa lista predica no guardan relación alguna con el esfuerzo sino con la pleitesía del esbirro a los extraños deseos de los organizadores. En ese sentido ofrecer una salida milica es bastante coherente, si no entraste por el embudo careta de las universidades vení acá que te vamos a dar para que tengas. En fin, ponerse a discutir la sensatez de estas reglas o requerimientos te convierte inmediatamente no sólo en un sofista molesto sino en un perdedor nato camino al lumpenaje. La cultura de la producción y el rendimiento a mansalva corroe el alma. Atenta contra la imaginación, contra todo amague de especulación ociosa, contra la capacidad contemplativa, contra el divino error que sirve para espiar en lo invisible, contra todos los ingredientes con que se cuece la poesía y el libre pensar. Es güiner tine una mente sana en un cuerpo más sano todavía. De hecho su mente y su cuerpo, trabajado como una tabla de lavar, se confunden. Es un deportista múltiple. Pero sobretodo es un físico-culturista que estimula y esculpe sólo un músculo: la astucia. Que alguien le diga a estos chicos que las partículas atómicas están juntándose y separándose sin ton ni son; que toda esta máquina perfecta no va a ninguna parte y que la casita en Mallorca a los setenta años no es una utopía digna. Sí, pero y qué. Qué. A quien le endoso todo esto sino a mi sombra. Si la verdad, o lo más cercano a la verdad, es que me arrepiento profundamente haberle recitado este discurso, u otro parecido, tantas veces todos estos años. Me arrepiento de haber despotricado contra todo esto mientras ella vivía y quería ser feliz... Boludo, quería ser feliz, quería ser feliz según esas mismas reglas, irse de vacaciones lo más posible; tener días feriados y días laborales perfectamente reconocibles en el almanaque. Me arrepiento de no haberla acompañado como merecía. Me digo que bueno, que sigo detrás del Dharma, el camino de mi corazón, el sutra de diamante, la pindonga de Sun Wu-Kung, el rey mono. Me acaricio el lomo y me tiró un hueso y me lo re cojo en el aire como un perro disfrazado de Gato. Lo que no entiendo es porqué la desilusión. Si ella lo sabía. Me amó y a la vez me odió, o me terminó odiando, por la misma causa. Le habrá dado bronca llegar a ese callejón sin salida teniendo al lado un vago mal ocupado con ínfulas de poeta. Le costó mucho dar el brazo a torcer. Aceptar que se iba. Recién los últimos días se preocupó con visible disgusto por imaginar qué sería del mundo sin ella. Firmó un poder (que ahora resulta que no sirve para nada porque no era notarial, digamos... esta historia corresponde al presente que fluye al lado mío o en que estoy inmerso y a punto de ahogarme y te la cuento otro día). Expresó el deseo de ser enterrada. Pidió un cementerio que estuviera cerca de casa y pidió un banco, un banco al lado de la tumba. Cumplimos. Igual, yo te estaba contando otra cosa, te estaba contando de esos 8 o 9 días en el Havelhöhe, el hospital hospitalario. Paseamos mucho. Ella ya en silla de ruedas y con un equipo de oxígeno portátil amochilado a la silla. En algún momento empezó a preguntarme por los árboles. Bea conocía el nombre de todos e incluso distinguía las diferentes especies de cada uno. Que el roble tal o el haya cual. ¿Te dije que era maestra? Siempre admiré ese conocimiento porque aparte de trascendente era un verdadero conocimiento, es decir, era amor. Volvió a comprobar que conmigo no había caso. A pesar de sus lecciones, después de tantos años, apenas reconozco el roble, el álamo, el abedul, los más fáciles. Sin ningún tipo de dramatismo en la voz -no podía verle la cara porque empujaba la silla- me dijo que nadie le iba a enseñar a Kai a llamar a los árboles por sus nombres. Esa tarde me dijo también que me cuidara de mis suegros. Que si no les imponía una distancia, un freno, me iban a volver loco con Kai. En ese momento me pareció una exageración. Una muestra más de la extraña relación que tienen los hijos únicos con sus viejos, ese oscilar constante entre la tilinguería y la paranoia. Recién ahora entiendo. Empiezo a no saber cómo manejarme con ellos. Mis suegros son probablemente las personas más buenas que conozco. Me atosigan con su bondad, con su enorme y auténtica bondad y siento que me la cobran con más bondad aún. Es mucho más fácil luchar contra los malos que contra los buenos. Es lo primero que aprende el paladín mestizo. El paladín mestizo es aquel que no siendo bueno del todo ni malo declarado lucha por mantenerse gris en el caos, gris en estado de caos, es el que pelea por demorar la polarización del Qui. Después de Havelhöhe fueron ocho días. Se nos vino en picada. Pudimos verla una última vez. Fuimos los tres: Miko, Kai y yo. Nos reconoció -sonrió con una cara que apenas le pertenecía- y nos habló desde la máscara. Veinte minutos después estaba muerta. La vi cuando la desconectaban. Sentí alivio. Hablé con el médico de guardia en una salita atestada de archivos clínicos. Las frases que pronunció habían sido usadas miles de veces. Al rato la volvimos a ver. Parecía otra y a la vez era la misma. El hospital era otro: el de Friedrichshain. La habían puesto sobre una camilla, en un cuarto libre que les había quedado, al lado del cuarto donde se fue, en la estación intensiva. En la intolerable tensión de la salita me agarré de ella: su carne marchita ya empezaba a enfriarse. En su rostro el haber dejado de ser y el seguir siendo coincidían y esa sincronía es la transparencia más dolorosa que he visto en mi vida. Después de la muerte no hay nada. Nada. Al menos eso es lo que se siente en casa. A veces fantaseo con ella, con la muerte. La tentación de no estar, de desaparecer, juguetona, histérica, la tuve siempre. Ayer me imaginé, mientras preparaba el mate a las 6 y media de la mañana, que me mataba y que había una especie de vida mental después: Bea estaba furiosa -¡Du Arschloch... Lo dejaste solo! Yo le explicaba que no era mi culpa, que la depresión, que la nada. Ella no me creía porque, lo sabíamos de pronto los dos sin tener que decirlo, después de la vida se sabe todo. Yo pensaba: así que después de morir no se puede seguir mintiendo. Me dio vergüenza. El diálogo que estaba teniendo lugar en mi cabeza me dio vergüenza. Se lo adjudiqué inmediatamente al sueco porque todavía no había tomado mi dosis de aceite. El sueco es un escritor que inventé en los primeros meses de la metástasis. Me sentía tremendamente culpable frente a Bea y me hizo bien inventar al sueco, endosarle mis cuitas a otro. Para poder darle entidad le di un nombre, le armé una vida. Por esos días, gracias a vos, gracias a una cita inapelable en una carta tuya, había descubierto a Stig Dagerman; él me ayudó a darle un rostro. Tengo la sensación de que ya te lo conté pero no puede ser, no te escribo nunca. Mi sueco se llama Sven Wharenson (Gottenburg, 1960). Es un escritor de policiales bastante conocido en su país. Apareció tímidamente con El hombre clave (1995), una novela corta sin mucho más que un exhaustivo mecanismo de relojería que suena donde tiene que sonar. Tuvo un éxito moderado y prometedor. Buenas críticas y pocas ventas. Con su segunda novela (Vuelo a Sondermanland, 1997) el entusiasmo de la crítica esta vez coincidió con un notable éxito en las librerías que le permitió al autor renunciar a su puesto de profesor en una escuela secundaria y vivir de la literatura. Siguieron cuatro novelas a razón de una por año, que no hicieron más que reforzar su nombre en la lista de los autores más importantes de su país. Sus obras empezaron a traducirse. Diez años después del Hombre clave, cuando ya su reputación es del todo indiscutida, llega Las manos, su última novela. Con Las manos sucede algo extraño. No es del todo un fracaso de ventas porque para ese entonces Wharenson cuenta con un buen número de adeptos que no iban a dejan de comprar el mamotreto por más que la crítica fuera unánime y demoledora. El primer problema de Las manos es que no es un policial. El segundo es que empieza “bien” y morosamente se va oscureciendo hasta lo insoportable. Nadie debe de haber pasado de la página cincuenta; nadie parece haber advertido que no sólo es su mejor libro, es probablemente el libro sueco más interesante de las últimas décadas. Lo único que emparienta a Las manos con los anteriores de Wharenson, aparte del protagonista, es su estilo seco y despojado, la escasez de adjetivos. El comienzo es similar al de las otras novelas: una serie de delitos económicos que desembocan en un crimen. Otro caso para el inspector Olaf Juholt. A partir del tercer capítulo la vida personal de Juholt, de la que hasta entonces el lector entusiasta de Wharenson lo ignora casi todo, empieza a mezclarse con su trabajo de inspector, con el caso, con la investigación policial, de forma gradual y molesta. Para el séptimo el policial no es más que un telón de fondo. La vida personal del inspector lo abarca todo. Lo primero que sabremos es que su matrimonio naufraga y que el inspector, fuera de la esfera pública, es un fiasco. En el momento en que decide dejar a su familia a su mujer le diagnostican cáncer. Juholt decide entonces suspender sus planes; quedarse en la casa a cuidar a su mujer y a su hijo pequeño. A partir de allí vamos a saber cada vez menos del Juholt policía (el caso se resuelve sin ninguna grandeza mientras se anuncian otros de los que seremos informados por un subalterno que emite informes de forense). Empieza la segunda parte. Un año y medio más tarde, ya superada la enfermedad, encontramos a Juholt casi en la misma situación. Alquila un departamento cerca de la Rikskriminalpolisen e inicia los trámites de divorcio. Un nuevo diagnóstico suspende todos los trámites y lo regresa finalmente a casa. Esta vez la enfermedad es muy grave. Han encontrado metástasis en dos órganos y en los huesos. Olaf decide entregar todo su tiempo y energía a cuidar de su mujer. Se hace cargo de la casa y del hijo lo que le acarrea innumerables problemas en el trabajo. Pide licencia hasta nuevo aviso. Los dolores de la mujer, a pesar de la fuerte medicación, son horribles. La vida de Olaf es el organizado infierno de un enfermero meticuloso sin esperanza. Descubre que no es malo haciéndolo. Descubre que es un pésimo amo de casa. Se obsesiona con la enfermedad. Paso sus ratos libres leyendo en internet todo tipo de información acerca de células cancerosas; paliativos; curaciones milagrosas, dietas, etc. Deriva hacia el problema de la alimentación. Hace unos intentos desesperados de introducir a su mujer en la macrobiótica. Èl la acompaña pero por alguna extraña razón cocina otra cosa para el niño. El intento es abandonado a las pocas semanas. Se deja crecer la barba. Se deja llevar por la corriente. La corriente es puro presente. Descubre que allí está la única esperanza. En el presente, en su perpetuidad. El relato es desapasionado y exhaustivo. La paulatina aparición del monólogo interno se vuelve cada vez menos intermitente. Hasta el capítulo siete la primera y la tercera persona se alternan. A partir de entonces se confunden. Un día la mujer le pide que le pase una crema analgésica por el cuerpo. Con tanto rayo y tanto fármaco, sumados al avance mismo de la enfermedad, el deterioro de la mujer se acelera. Olaf comienza a masajear el cuerpo de su mujer todas las mañanas. La mujer lo convence con el argumento contundente de que le proporciona un gran alivio. Efectivamente los masajes de Olaf perecieran ser muy eficaces. El mismo no consigue creerlo del todo. Se interesa y lee ávidamente sobre el tema. Reemplaza la crema por un aceite de árnica. Intensifica las sesiones. Ahora son tres veces por día. La mujer cuya dolencia, lo saben, es incurable, parece recuperarse. Los médicos, a regañadientes, acaban aceptando que un factor misterioso está actuando benéficamente. Sin llegar a aceptar el poder curativo de las manos del marido reconocen sin embargo que la mujer ha mejorado mucho y que si bien los tumores siguen allí, han detenido su sostenido crecimiento. Proponen empezar otra quimioterapia que la mujer rechaza. Tanto el proceso de la enfermedad como la novela entran entonces en una vía muerta. Apenas el niño, que ahora va a un colegio de doble turno, sea con su gracia natural o con los numerosos problemas que tiene en la escuela, aporta un poco de color en medio de la monótona vida familiar. Olaf economiza cada vez más las palabras. Casi no habla. Sabemos lo que piensa gracias a la primera persona que se filtra caóticamente en la tercera. Es en su cabeza donde arde el infierno. Al irse persuadiendo de que su mujer jamás va a curarse; de que son sus manos las que la mantienen viva, va gestándose en él una desesperación sorda, un rencor disfrazado de cansancio. Empieza a visitarlo la idea de hacer mal su trabajo, de liberarse. No es algo que piense, más bien es un pensamiento que lo aborda con mayor virulencia cuanto mayor resistencia moral le opone. Escucha sin pestañear, con una mezcla de horror y desidia, mientras sus manos transcurren por el deteriorado cuerpo, sus propios pensamientos, rabiosos, gritándole en la azotea. Para entretener a esos demonios practica invenciones atolondradas; va proyectando un continuado de historias, de listas, de sentencias absurdas. Hace comparaciones sin pies ni cabeza, retratos a partir de las sombras, miradas a partir de los poros... Llegado a este punto el relato seco y notarial de Wharenson se contamina con las normas del discurso interno, tan caótico como violento, de Olaf Juholt. En algún momento la mujer, como era de esperarse, muere. Olaf, que para sus suegros y amigos se ha convertido en algo así como un héroe, se sabe el asesino. Los días siguen pasando sin sentido y el otrora inspector descubre que ha dado otra vez con el autor del crimen. Sólo que esta vez nadie va a creerle. El penúltimo capítulo es muy corto. Ha elegido una foto para el velorio. El encargado de la ceremonia se queda mirando la foto. No tiene una más actual, le pregunta. Se da cuenta que en la foto que le ha dado su mujer debe tener unos 20 años. Se siente avergonzado. Él mismo la ha conocido a los 33, es decir, la mujer de la foto no es la suya, apenas se le parece. Sin embargo, está seguro de recordarla también así. Entre sus cosas encuentra los retratos de una niña en blanco y negro y llora ante esas fotos: una muchacha parecida a otras tantas en medio del paisaje de un país desconocido. Le duele el paisaje meridional como si fuera el suyo. Han estado juntos los últimos quince años pero de golpe es toda la vida de ella la que se le viene encima. La ausencia es un lastre insostenible, piensa. Después viene la escena final, rodada en una casa vacía. La excusa es la mudanza: Juholt y su hijo se mudan. No queda claro si la casa vacía es la vieja o la nueva. Wharenson pareciera jugar con la alternancia pero en realidad está despistándonos para que el truco no sea advertido: está armando una pequeña bomba sorpresa y para eso necesita de una casa vacía. Se ha guardado esta carta para el final, una carta que es mucho más que un efecto acústico. La conocida habilidad del autor para confeccionar mecanismos perfectos alcanza esta vez otra escala de la eficacia. Lo que Wharenson nos ha preparado para despedirse es un loop, un loop muy simple que opera con dos elementos vocales -la voz neutra del relato y la otra, la voz interna de Juholt- sonando a perpetuidad gracias a la cáscara hueca de la casa. De esta manera logra que la novela no termine nunca. Lo de la habitación vacía se me ocurrió ayer mientras visitaba una posible casa y pensé que una frase o dos sonando en loop, dos voces sincrónicas en esa caja de resonancia, era el final perfecto para mi pobre sueco. Sí, estoy viendo casas. Encuentro siempre una excusa para no alquilar ninguna. Ni Kai ni yo queremos irnos. Es que se me metió en la cabeza que cuanto antes me quite al JobCenter de encima, mejor. Son buena gente pero están tan cómodos en sus escritorios que terminan creyendo que el dinero es de ellos. En su rutinario afan de ayudarte te humillan, te controlan hasta los calzoncillos. Los “amigos y familiares cercanos” dicen que tengo que tomármelo con calma, que no me doy tregua. Macanas. Me he vuelto tan indulgente conmigo mismo que doy asco. Me perdono todo. Kai está bien. O creo que está bien. Como su nombre lo anuncia, es malecón, es puerto seguro. Porfiado y feliz, es el mismo de siempre. No habla directamente de la mamá pero hace que todas las cosas de las que hablamos pasen de alguna manera por ella. Los caminos que hacemos en bici, por ejemplo, van o vienen de un lugar adonde él y ella hicieron alguna vez alguna cosa. Unos días antes del entierro -acá las costumbres son muy otras también es eso: la enterramos veinte días después de su muerte- mientras cenábamos me preguntó: ¿durante cuánto tiempo la voy a recordar a mamá? Le dije que la iba a recordar siempre. Uuuy, replicó con absoluto desencanto... Entonces entendí adónde iba: dolor y recuerdo son, según Kai, una misma cosa. Le expliqué entonces que el recuerdo de su madre no le iba a doler siempre, que con el tiempo el dolor se iría yendo y que un día de estos la recordaría por fin de otra manera, la recordaría con alegría. Me preguntó cuánto tiempo faltaba para eso y tuve que confesarle mi ignorancia. Anoche, a punto de dormir, me hizo ciertas preguntas. Esta vez le preocupaba qué parte de mamá estaba en la tierra del cementerio y cuál en el cielo. Le dije que no lo sabía pero que me lo podía imaginar. Le pregunté si podía imaginarse qué parte de mamá era cielo y que parte tierra. Me dijo que sí, que podía. Y se quedó pensando. Estábamos a oscuras. Hubiera querido ver su cara en ese momento. De golpe me recordó la charla de semanas atrás. Según él yo le dije que en un mes el recuerdo ya no iba a dolerle. 








2 de marzo de 2016

ICHSPALTUNG

Quien salga de Mina Clavero por la ruta nacional 20 y poco después de Las Tapias, en vez de seguir hacia Villa Dolores, doble hacia el sur, por la provincial 14, bordeando el valle de Traslasierra, es decir, la ladera oeste de la Sierra de los Comechingones, pasando Chuchiras, Pueblito, San Javier, Yacanto y Travesía, llega a Luyaba. A pocos kilómetros del pueblo en dirección al cerro, sobre la margen oriental del arroyo, hay dos ranchos precarios seguidos de tres galpones, uno de ellos muy grande. Visto desde afuera parece un viejo asentamiento abandonado que no ha recibido visita humana en décadas. Es cierto. Es el Teatral Nandí, una comunidad de muñecos autómatas. El Gato Villamil lo encontró de casualidad, siguiéndole el rastro a un antiguo cementerio kamiare, aunque desde que lo encontró supo que lo había andado buscando siempre. No está muy seguro de cuántos días hace que llegó al Nandí. No es que haya perdido la noción. Es que la densidad del transcurso del tiempo —escuchó la frase en uno de los ensayos— pareciera haberse alterado sensiblemente. Es consciente de los cambios de luz —ahora es día, ahora es noche— pero la mayoría de las veces los descubre después, en los extremos del contraste. A veces se aleja unos metros del caserío, busca alguna fruta. Va hasta el río a beber, a tomar un respiro. Pospone una y otra vez la visita al pueblo —necesita urgente provisiones. Aparte de cierta debilidad, causada por el escaso alimento, se siente pleno, casi feliz. Se le ha acabado el tabaco también, pero no lo echa tanto de menos. De la sorpresa inicial pasó al convencimiento de que ese mundo le estaba destinado. Un mundo insomne e industrioso habitado por peleles en loop. Autómatas engualichados por la el poder de la palabra, los seres del Nandí son y están; cada ser ensamblado en su estar perpetuo. Se mueven en una delicada superficie donde la gravedad descansa en la gracia. Existen dedicados a la acción constante. La acción ES el Teatro, dice Bruna, una suerte de autoridad de porcelana, máquina inagotable de citas. Si bien no es admisible hablar de raciocinio, gracias al verbo generador que los sustenta, poseen un bordoneo parecido al pensar; ese símil pensamiento se manifiesta tanto en los parlamentos de las obras que representan como en la vida cotidiana. Los hijos del Teatral Nandí, bricolajes de estopa y barro animados por una proteína lingüística, evitan toda afirmación conceptual excepto las usadas con fines dramáticos. Pathos y Ethos como un juego inocente del Logo
El Gato ha ido descubriendo que en el Nandí el mundo de las ideas utiliza las mismas reglas que rigen, por ejemplo, para el montaje de la escenografía. Las ideas —las palabras que las expresan o contienen, los giros, los fraseos, las bromas; los conceptos y sus alteraciones de acuerdo a cómo fueron puestos en acción, etc— no son más que meros materiales, sustancias, colores, líneas, planos que pueden o no usarse de uno u otro modo para la representación, para que la voluntad de esa representación encuentre cauce; da igual si se trata de una obra concreta, una improvisación o de la vida cotidiana. El Gato está empezando a comprender que para la gente del Nandí no hay diferencia alguna entre trabajo y ocio. De hecho se trabaja todo el tiempo, sin pausa, pero observada desde afuera —el único afuera posible, el Gato— esa laboriosidad está impregnada, abonada más bien, por el ocio. Desde el momento de su llegada no ha hecho otra cosa que presenciar ensayos, ensayos interminables que fluyen bajo la férrea dirección de Bruna. Son tan heterogéneos estos entrenamientos y sus esquemas que demoró en darse cuenta: la pieza es la misma de siempre, un clásico, según oyera decir. Como le costara asumir que no entendía lo que se estaban representando, al principio se dijo que no se trata tanto de entender sino de abrirse a las sensaciones, dejarse sorprender por las acciones y sus voces… Pero a la vez no podía evitar ponerle un orden; imaginar propósitos; asignarles intenciones a los variados personajes que entraban y salían del cuadro. Por momentos estaba seguro de que se trataba de una tragedia; en otros, la sucesión de gags de comedia costumbrista lo convencían de estar ante un sainete. Luego de una escena coral -llena de gritos-, que recordaba en su movimiento escénico y en el contrapunto vocinglero el aria de una opereta, quedaron sólo dos actores. De pronto se desarrolló entre ellos un diálogo en verso, estructurado en décimas rimadas, un diálogo que parecía una payada de contrapunto:
—La memoria, unida a las sensaciones y a las pasiones conectadas a estas, escriben palabras en nuestras almas y cuando esta pasión escribe verdaderamente, entonces se producen en nosotros discursos verdaderos.
—Estoy de acuerdo, y al mismo tiempo acepto cada palabra que la pasión escribe en tu alma en este momento.
—Aceptá entonces también la presencia, en nuestras almas, de otro artista, al mismo tiempo.
—¿Quién?
—Un pintor, que después del escriba, dibuja en nuestro ánimo las imágenes de las cosas dichas.
—Pero ¿cómo y cuándo?
—Cuando el hombre, después de recibir por la vista, o por cualquier otro sentido, los objetos de las opiniones y de los discursos, ve de algún modo dentro de sí las imágenes de estos objetos… ¿no es así como sucede?
En ese momento, la acción fue interrumpida por uno de los dos actores con el fin de señalar a su compañero que no había respetado el guión ni la rima; que si bien es factible salirse un poco del libro, el parlamento que acaba de decir no sólo lo contradecía, sino que además ponía en riesgo la verosimilitud y la esencia misma del texto y por lo tanto, del drama. Bruna lo interrumpió —con esa voz ronca y levemente ceceosa que impresiona aún más por salir de una boca sin labios ni dientes— lo interrumpió suavemente, con un gesto de manos suspendidas y oscilantes, con las palmas hacia abajo, paralelas a la tierra
—El tema central del diálogo no es el conocimiento sino el placer… y si trata el problema de la memoria y de la fantasía es porque quiere demostrar que deseo y placer no son posibles sin esa pintura del alma, sin la imagen… que no existe un deseo puramente corpóreo. Nosotros sabemos mejor que nadie que no todo sonido emitido es una voz. Una voz es una voz si el sonido sale acompañado por algún fantasma.
Dijo que había que permitir a la sorpresa y a la audacia del obrador del texto —el actor— seguir remontando el curso del discurso según la inspiración de su fantasma… que de última, en este caso —¡y siempre!— nuestro asunto no es el texto sino el texto que nace del texto. Lo crucial, lo verdaderamente importante, aclaró, era no dejar entrever el ahínco, no dejar ver esfuerzo alguno, y remató: si hay que emparchar, que no se vea la puntada. 
Lo que jamás queremos es el diorama, le explica al Gato más tarde, la mueca del empeño del ser imaginario por existir. Están a un costado del Tablado Gracchus —uno de los escenarios del Nandí—, el Gato revisa unos cuadernos del Viejo que Bruna le ha cedido al segundo día. Gracias a esos cuadernos el Gato está consiguiendo no sólo hacerse una idea del inmenso, infinito, amoroso proyecto que es el Teatral Nandí, está empezando sospechar los móviles del Viejo Maestro. Bruna no parece tener mucho que decir acerca del él. Considera el tema poco interesante. Sostiene que el interés del Gato por el Viejo se debe más a un problema de identidad de género que a otra cosa. El Gato, influenciado por los manuscritos, insiste en lo que considera sus argumentos más plausibles: el valiente empeño del Gran Titiritero; el amor —y al hablar de amor piensa en el concreto amor del Viejo por sus criaturas, por Bruna especialmente, que aparece nombrada y descrita una y otra vez en los cuadernos, como prendas de un Pigmalión devoto. 
Bruna responde a todas sus preguntas pero por alguna razón al Gato no terminan de cerrarle las respuestas, las encuentra evasivas o bien sarcásticas y se lo dice.      
—¿Es eso posible? ¿La ironía y el sarcasmo no están mejor en tu afectada forma de escuchar, en tu manera de ordenar el énfasis? El viejo nos hizo y al hacernos, se convirtió a sí mismo en otro. No a todo alcanza amor, pues que no puede romper el gajo con que muerte toca… Para eso necesitaba un aliado, necesitaba el verbo. El verbo, no el amor, nos ha puesto en gerundio: nos ha ordenado a todos la más estricta eternidad.
—Ahora me acuerdo… René-San, mi viejo amigo, me habló de él. Me dijo que esos robots no eran chinos sino cordobeses. Cuando esas entidades criminales de baquelita blanca salidas del Nandí nos arrancaron de nuestro paraíso flotante del Titicaca y nos persiguieron hasta el Poopó y más allá, hasta las alturas del Licancabur… 
—No sé si te hubiera gustado tanto conocerlo. Era un pobre tipo. Trascendente es la obra no la vida, decía. Navegar, no vivir. Y no se refería al Nandí, a todo esto, que por otra parte es bastante inflamable. Hablaba del pequeño motor, del verbo, el genio embrionario, brotado del vórtice de su alma, del límite entre lo individual y lo universal; el brote corpóreo en lo incorpóreo… La proteína aparece, ese es el milagro, aparece como la única escoria estragada de cenizas que la combustión de la existencia individual abandona en el umbral ileso e intraspasable de lo separado y de lo eterno.
Bruna no es una marioneta carente de hilos. No es un robot como los que conoció en el Titicaca, si bien, ahora lo sabe, el principio generador es, según parece, similar. Por lo que ha podido hasta ahora elucidar en los cuadernos, Bruna es la obra más alta del Nandí, la más perfecta; la única criatura con la cual se puede mantener un verdadero diálogo. El Gato apela a estos mismos argumentos, le pide, le explica que es la única que puede darle información acerca del Maestro.
—Era una máscara muy vieja. Un día murió. No sabría decirte cuándo. Nos cuesta medir el tiempo. Cuando conociste a los robots, allá en tu vieja guerra boliviana, ya estaba muerto. Si hubiese estado vivo no hubiéramos terminado la serie de los yogunes asesinos… De haberla terminado, nunca se la hubiéramos podido entregar a los chinos ¿Cuatro decenas de años? ¿Es mucho eso?
—¿Se murió hace cuarenta años? 
—Podría ser. Deberías escuchar los audios. Estaba muy mal. No podía ni moverse. A lo último no podía ni hablar. En esa época produjo los últimos verbos con la ayuda de un aparatito que le trajo un amigo. Ese aparto fue muy útil para todos. Gracias a ese aparato… Mejor voy a mostrarte la maqueta. Vamos a la oficina.
“Vení, seguime. Cuidado con los héroes de Curupaití —se refería a los paraguayitos— están por todas partes. Mejor prendé la linterna. Cuidado el alambre. Mira, ese tablado es el Tobiano. Los escenarios del Nandí son varios y son todos más o menos parecidos, a simple vista. Pero el Tobiano es especial, en el Tobiano sólo se montan escenas sugeridas por la maqueta. La maqueta está ahí, detrás ¿la ves? Empieza ahí… y sigue a cada lado; da toda la vuelta. Cuidado con las tablas. Está en remodelación. La maqueta está en continua remodelación y, en menor medida, en continuo crecimiento. El crecimiento es casi imperceptible. La rehacemos todo el tiempo y hay siempre un pequeñísimo saldo a favor. No es voluntario. Sale así. Nos da mucho gusto destruir lo construido. Hacerlo todo de nuevo… Al rehacer, aparecen las cosas que no estaban. Poquitas. Dos o tres. Lo nuevo aparece así. De esta manera controlamos que la maqueta no se nos crezca demasiado. 
“De acá salieron todas las microscopías. Siguen saliendo. Cada tanto hacemos foco en algún detalle de la miniatura y la representamos. Representamos el detalle con toda la sustancia; no sólo la fábula —si la hay— sino toda la trama interna, el trauma, la ausencia; el drama completo del fragmento. Hay una combinación aleatoria que lo permite. Aunque la llave… la llave es un pase mágico. El pase mágico es como una manipulación de lo intangible. Ese pase está en manos de Aydol, el Cabezón.
“Antes de que lo preguntes, te digo lo mismo que ya te dije: es difícil, es prácticamente imposible explicar. No se sabe. Pero el principio es parecido al del movimiento. Todo es consecuencia del empeño, del empeño del verbo. La palabra levanta el miembro inerte y una vez en pie, el resto es pendular. Pulso y pausa / pulso y pausa / pendular / pulso y pausa… Algo así como una respiración. De hecho, es nuestra respiración. Claro que es una explicación muy parcial, ya te dije, es una explicación para turistas. Pero es más o menos cierta. La verdad no se sabe. Al menos la parte mecánica… la parte mecánica está clara, ¿no? 
“Falta el aglutinante, falta el pneuma, el fantasma —así lo llamaba el Viejo— el fantasma es el cuerpo sutil, el cuerpo volátil, que produce la llama nacida de la chispa ¿Cómo qué chispa? La chispa, ya te lo expliqué antes, la chispa que se produce del choque, del cortocircuito entre la palabra y el sentido… La chispa que nace de la excitación de las moléculas del lenguaje. Al fantasma el viejo lo llama así casualmente por eso. La chispa es el uno; el verbo es el dos; el fantasma es el tres. Esa también es una explicación para turistas, sólo que ésta ni siquiera es cierta. Pero a vos te sirve. El fantasma recibe de las palabras las imágenes de las cosas y con ellas arma otras. Otras que son también fantasmas, imágenes fantasma. En la medida que produce nuevas imágenes hay un… una constante oscilación, un pendular fantasmal continuo, por decirlo así. Ese pendular fantasma lo separa de la primera llama por lo tanto —no hay fantasma sin llama— la multiplica. En el fondo no es más que un simulacro —un trabajo de tramoyistas— pero es un simulacro profundamente arraigado en el objeto. La verdad no se sabe. 
“El Cabezón es el Cabezón. El gran Cabezón. El Dios de los Héroes de Curupaití. Técnicamente es un monstruo. La primera monstruosidad del Teatral Nandí, según el Viejo. Es que fue el primer prototipo hecho por prototipos, y no por él. El Viejo lo odiaba. Le decía El Engendro Incompleto. El experimento que lo parió apuntaba a otra cosa. En ese sentido fue un fracaso. Pero nos sorprendió con otras funciones que nadie había proyectado, con los dones más altos. Adivina. Es un pitoniso más que un oráculo. Ya lo vas a ver. Es importante que lo veas. Es casi lo más importante. Porque es muy difícil de explicar qué y cómo es el Cabezón si todavía no lo viste. Además es lindo. Lo importante, por ahora, es que, como pitoniso que es, realiza lecturas del estado de las cosas. Del estado de las cosas en tiempo real. Sus lecturas, que son tiempo real en estado puro, rigen el Nandí. 
“Mirá, una moneda tiene cara y seca. Bueno, el Cabezón es como una moneda con muchas caras. No se sabe cuántas. Digamos que nosotros arrojamos al Cabezón y vemos qué cae. Su verdadero nombre es Aydol. Yo se lo puse, pero es un nombre que ya nadie usa. Aydol, el Incompleto. Lo inacabado del Cabezón, creemos, es el secreto de su inmenso poder o, dicho de otro modo, es su generador de energía. Creo que también por eso lo odiaba. Si hay algo que al Viejo le gustaba por sobre todas las estaciones de su trabajo era la terminación de sus piezas. El creía que cuando más cuidadosa, más amorosamente terminara sus prototipos, mejor iríamos a ingresar a la cadena del ser. La buena terminación evita la afectación, decía. Pero, como se vio después, se equivocó por varios miembros. Lo que pasa es que a Aydol lo hicimos nosotros. Lo hicimos y lo dejamos. No fue a propósito. Cuando vimos que lo que habíamos planeado se nos iba de madre empezamos a jugar, a jugar con distintas posibilidades. Jugando, jugando, un día quedó así.
“Ahora creemos que toda obra terminada está sujeta a un límite. Aydol es el primer fragmento. Un fragmento ilimitado. Es mi objeto de estudio, de alguna manera. El Cabezón trabaja básicamente a dos bandas: positivo y negativo. Realidad y sueño. Con una mano revuelve la galera de lo real y con la otra atrapa las moscas: los caprichos, los deseos, los sueños. El juguete fantasma. Después, con la ayuda de sus dientes de Scrabel, invierte los términos de uno y otro. Niega, desmiente. Luego, al disponer el orden de las letras, afirma el drama de un suceso negando su existencia. A la vez anhelando lo negado. Gracias a su porte increíble ante la niebla, el Cabezón hiere y es herido. Lo soporta todo: pérdida y renuevo. Sus actos proféticos son todo uno: perversión y epifanía. Es un mago, en una palabra. No te asustes. En un rato lo vas a conocer.
“Ahora hay que ocuparse de conseguir comida y agua, si te vas a quedar más tiempo. Eso sí que no tenemos.”






ilustra: Leon (detalle) obra de Valeria Dalmon 



  


6 de febrero de 2016

SPAZIERGANG

Si se viene pedaleando por la Prenzlauer Alle en dirección Alexander Platz, a la altura de la Metzerstraße empieza un declive que se extiende unos 500 mts. y que termina, abruptamente para el ciclista, en el semáforo de la Torstraße. Es un momento gozoso no exento de peligros, sobretodo si se sucumbe a la tentación de violar el inoportuno semáforo anterior, el de la Saarbruckenstraße, que suele cortar en seco la empinada carrera. Pocas personas conocen esa ruta tanto com Heiko. La transita cada día —salvo los domingos— desde hace más de veinte años. Es, lo ha sido desde el comienzo, un hábito caprichoso. Heiko vive en el límite norte del barrio y el Murr, su negocio de chucherías nostálgicas de la RDA, está sobre la Danziger, lo que convierte en innecesario el trayecto y lo obliga a retomar por la Greifswalder, esta vez en subida. Otros van al gimnasio. Heiko realiza religiosamente este recorrido que le permite llegar a un acuerdo con su conciencia y así explicarse que el consuetudinario aumento de su peso —122,3 km esta mañana— no se origina en la falta de ejercicio. Esta mañana le toca la visita mensual a la biblioteca —devolver libros y retirar nuevos— así que Heiko baja la pendiente pero al llegar a la Torstraße, sigue de largo. Le espera un pedaleo de varios kilómetros más. Se dirige al Ibero-Ameriknisches Intitut, en la Potsdammerstraße. Va pensando en esto y en aquello, a los saltos, de manera inconexa y fragmentaria. Desde siempre le ha maravillado el modo del pensar que propone la bicicleta. No está seguro si es exactamente un pensar o simplemente una forma de ordenar el discurso interno pero una vez más comprueba que sobre la bici una persona es más creativa. Cuántas veces se ha detenido para apuntar, después de apoyar la vieja holandesa contra un poste, una idea recién nacida; apenas vacilaciones que prometen versos; una nube de asociaciones que deja entrever un abstruso recuerdo; un mirar de nuevo lo mil veces visto. Heiko no es un escritor. Es un coleccionista diletante de libros y objetos pero sobretodo, de efluvios. Y, desde hace años, desde que se siente un exiliado en su propia patria, colecciona postales —postales intranquilas, variables, móviles— de lo que el llama su ex-ciudad, con la esperanza de doctorarse un día. De doctorarse en algo, en algo relacionado a ella. Ahora se para sobre los pedales de su enorme bicicleta y empuja en la subida que precede a la Spandauerstraße, a metros del puente que vadea el Spree. Segundos antes de que su mirada sea atravesada por las asimetrías grises del Humboldt Box ya está viendo el extinto Palacio de la República. En los últimos años ha ido enumerando las transformaciones de la ciudad, los nuevos edificios y monumentos; apuntando concienzudamente qué es lo que había antes en el sitio en cuestión; las reformas urbanísticas, ya sea la rectificación del trazado de una calle o la aparición de un edificio en un predio escamoteado a un parque; las reformas urbanísticas de cualquier índole. Desde hace unos meses un hito que su cuaderno titula Das Ungeheuer le ha sugerido varios apuntes: se trata del monstruo que están construyendo frente al Lustgarten. La indignación que le provoca esta obra arrastra tras de sí toda una comparsa de denuncias. Por un lado la concreta desaparición del Palacio de la República —y de la Marx-Engels-Platz—; su reemplazo por el viejo Palacio Real. No necesita recurrir a los argumentos financieros que suelen esgrimirse en contra ni a la serie de excusas medioambientales que, entre otras aún más extravagantes, expusieron en su momento para convencer a la opinión pública y aprobar el proyecto. A su indignación le basta con la carga simbólica (piensa en Sebald, en Böll, en Wolf y vaya a saber por qué extraño pasaje desemboca, una vez más, en su querido Benjamin). Anoche, como cada jueves, estuvo en la milonga de la Villa Kreuzberg; se quedó hasta el final y ahora siente en las piernas el sedimento de la juerga. Le pesa una tonelada la holandesa. Anoche —gestern Abend— era el nombre de una canción de los… ¿Keimzeit? ¡No! Era el nombre de un texto suyo, de un poema en prosa que escribiera en la adolescencia. No sabe si alegrarse o preocuparse por el veleidoso funcionamiento de su memoria. Gestern Abend, piensa, ¿porqué no se ha borrado del disco duro? Aunque no es el poema en sí lo que regresa, no son las palabras —no recuerda una sola frase— es su existencia, la existencia de un mito intimo que grabó en su inconsciente una tesis indemostrable: Gestern Abend es el único texto decente que ha escrito en su vida. Anoche bailó con una chica muy joven. No fueron más que unos cuantos tangos pero es como si le hubiera dejado impregnado su perfume. No tenía ninguno en particular. No recuerda la cara tampoco. Heiko cree saber porqué esa muchacha sin rostro ni aroma, sobretodo el volumen de su cuerpo menudo y fresco entre sus brazos de gigante, no quiere abandonarlo. La chica tiene más o menos la edad de Silke, su hija. No es que esa coincidencia le moleste. No tiene pruritos al respecto... y es que no se trata tampoco de atracción sexual. Es otra cosa. Schau mal einfach an! Mirá, mirá además la forma en que construyen, con bloques premoldeados, como se hacen, de un día para el otro, los centros comerciales… Después, arriba del Lego de concreto, vendrá el estuco, el ornamento que maquille el delito. Construir de la nada un palacio del siglo XVI (¡la casa del tirano, la casa de los Hohenzollern!) le resulta tan decadente como vergonzoso. Desde mucho antes de que la idea de reflotar el palacio surgiera, ya le parecían absurdos los casos como el de Dresde, en donde habían empezado, junto con el nuevo siglo, a construir de nuevo, de la nada, sus viejos y queridos palacios y templos demolidos por las bombas aliadas sesenta años atrás. Si bien comprende que el caso de Dresde es quizá más delicado, toda esa verborrea de la vieja herida, todo ese discurso del “injusto” bombardeo, lo enferman. No consigue ver nada glorioso en ese levantarse de las cenizas, sino ceguera y arrogancia. Reconoce en todo esto un cierto resentimiento muy suyo que se despierta particularmente ante estos temas. En la RDA no teníamos ni para arreglar nuestras casas y ahora derrochan en fantasmas, repite una vez más (una de sus más caras letanías). No, no es eso. La memoria que cosecha tan capciosamente su pasado, como un viejo estúpido que sólo revisa el álbum de sus gloriosas pérdidas y esconde sus vergüenzas bajo la alfombra. Hoy ha descubierto que ya han puesto el esqueleto de la cúpula. Al lado hay un enorme cartel con la foto de como va a quedar, una vez terminado. Parece un chiste, piensa, ¿cómo va a quedar? Exactamente como era, como fue hasta el 45. Lo que no fue es el socialismo. Apenas una pesadilla de nuestros primos pobres. Hoy lucimos como dios manda. Somos una imponente cáscara falsificada y un corazón inútil. Vaya nostalgia de la monarquía. Trata de acordarse de un cuento de Böll, aquel del vagón de tren lleno de soldados que regresan a Colonia desde Francia, regresan de los campos de prisioneros aliados, borrachos de autocompasión y orgullo herido… Piensa en el pan dorado que elige Böll como disparador y como símbolo, imagina un gigantesco pan dorado en el lugar donde ahora mismo yerguen otra vez el Stadtschloß. Un pan más gris que el Humboldt Box. Un pan de ceniza. Un pan amasado por las manos de una Trümmerfrau… Hace un gesto con la cabeza, un gesto típico de Heiko, un gesto con el que pretende espantar la triste sordidez de lo que ahora está pensando. El futuro se sostiene sobre esas vetustas piedras recién envejecidas. Todo, todo esto va a parar al cuaderno, engrosando, junto a otros cuadernos iguales, sus ya cuantiosos archivos. Dardo le dice que hay una secreta relación entre esas notas, entre esos registros, y su obesidad; que el día que consiga evacuar esa data en una obra, ese día Heiko volverá a la esbeltez de su juventud. Heiko se ríe para adentro cuando piensa en su amigo. Se acuerda que tiene que llamarlo. O darse una vuelta por su casa, mejor, ya que nunca atiende el teléfono. Un día se nos va a morir y nadie se va a dar cuenta. Yo por lo menos tengo a Silke que me llama una vez por semana. ¿Ves? Esa chica de gestern Abend también tiene que ver con eso, con Silke y “su” Gato —como decía ella cuando era chica—; el único y último incidente desagradable que tuvieron el Gato y él y que terminó con una larga y profunda amistad. La sospecha, casi la certeza, de que su amigo y su pequeña hija —de 19 años por aquel por entonces— habían dormido juntos. Nunca lo pudo verificar. Pero estaba seguro. El silencio furioso de su hija ante su torpe inquisición; el juego paródico y burlón del Gato que se río de sus sospechas desde el primer momento y que al final (para joderte, para dejarte clavada la astilla de la duda, Dardo dixit), nunca confirmó ni negó nada. Durmieron juntos. La sola expresión ya lo molesta: zusammen schlaffen… El eufemismo que pronuncia el pudor protestante para no ruborizarse, dice. Si uno coje que no se diga. Silke se enamoró del Gato ya de niña, eso no fue nunca un secreto; qué tendría, ocho o nueve años. El Gato era el tío que cualquier niño hubiera deseado tener. No sólo no le molestaba esa devoción, lo llenaba de orgullo que su mejor amigo y la niña de sus ojos se quisieran tanto. Silke no sólo no se despegaba del Gato sino que además era la única que lo mandoneaba. Silke. Silke va a cumplir treinta pronto y sigue sola. Y qué tiene de malo que esté sola, o también querés nietos, gordo. Cree que lo que más le jode de toda esa vieja historia es darse cuenta de que no tiene ni las puta idea que quién es su hija. Había una frase típica de Dardo, una especie de paráfrasis de “El fin justifica los medios”: El fin justifica los miedos. Después su cuaderno fue rumiando la idea y acabó siendo: El medio justifica el fracaso final. A Dardo le gustó. Suerte de Carpe Diem del perdedor, sentenció. Dardo es una usina amiga, un aliado sustancial en su futuro doctorado. En la última visita que le hizo —Dardo sale de su cueva sólo en verano— le comentó que estaba haciendo sus primeros palotes en germanística. Lo anunció muy serio. El problema es que Heiko y Dardo se entienden exclusivamente en español, Dardo no habla alemán, incluso se empeña en no hacerlo. Sin embargo le encantan ciertas palabras, se regodea con la combinación de algunas y hasta se permite inventar etimologías disparatadas. Esta vez la palabra era Gegenwart (presente). Dijo que le parecía por lo menos extraño que un idioma tan lógico como el alemán utilizara una preposición como “contra” para referirse al presente, la sustancia más volátil de nuestra vida. ¿Contra qué? He aquí mi descubrimiento: —¡Contra-la-espera!— gritó entre carcajadas. Heiko no entendió. Su amigo le explicó: para él, filólogo ignorante, el significado etimológico de la palabra era contra-espera: gegen-warten. —Pero Dardo, ¡wart no significa espera!. Claro que sí. ¿Qué es entonces? Wart / Warten. Es igual. Heiko es consciente de que esa lista de transformaciones urbanas sólo se ocupa del este de la ciudad. Potsdammer Platz es un capítulo aparte, dice cuando se le pregunta porqué solamente Ost-Berlin, como si el oeste fuera solamente un barrio. Lo último que apuntó en relación a la Puerta de Brandemburgo y aledaños es la aparición del subte. Esta lista ambiciona convertirse en algo menos burocrático. Aspira ser la argamasa de un poema épico o un tratado. A esa lista le falta gente, piensa Heiko. Está llegando a la Puerta de Brandenburgo. Todos los meses le pasa igual, va por la Unter den Linden y a medida que se va acercando al cruce con la Wilhelmstraße, se prepara para simular naturalidad ante sí mismo; para evitar que se le note la incomodidad que le produce la mole del Hotel Adlon. No es sólo el hotel sino toda la plaza y el monumento victorioso lo que le producen tanta antipatía. El recuerdo de sus días de empleado del hotel se mezcla a otros más viejos, de la época en que el Adlon era poco menos que una ruina y uno no podía acercarse a la Puerta. Algo de fruto prohibido impregna toda la zona todavía. Muchos dicen que parece otra Puerta y otra plaza de tanto que ha cambiado. Para él, si hay algo que no ha cambiado en esta ciudad, en esta ciudad en estado de mutación constante, es la Puerta de Brandemburgo y su marco, la Pariserplatz. El paisaje humano también ha ido transformándose. La cámara fotográfica del turista, por ejemplo, está casi en extinción; ha sido desplazada por el cada vez más sofisticado teléfono inteligente. Piensa que debería pronto registrar también la desaparición del fotógrafo desplazado por el brazo metálico de las selfies. En este Gegenwart de la inmediatez esa parejita que ahora mismo se auto-retrata delante de la Brandenburger Tor y postea esa foto en las redes… y en instantes nomás esa foto es vista por los papás y los amigos de la parejita, en tiempo real. ¡Oh, tiempo real! Es también un buen título. Esa vida en vivo produce, sin embargo, paradójicamente, un tremendo delay… La gente ya no vive: posa y trasmite. Como si a ese momento que no vivió por estar posando y transmitiendo lo fuera a vivir después, cuando vea la foto y re-viva ese momento en casa, con papá y mamá y los amigos. Esa paradoja es para Heiko una anulación irremediable del presente. Justamente el presente, la contra-espera, la única posibilidad de dejar de esperar del futuro o del pasado la redención o la justicia o lo que fuera. La contraespera. Lo único cierto, lo único vivo que tenemos. La espera hacia atrás es, ahora se da cuenta, la espera europea por exelencia. Se acuerda de otro de los títulos de su tesis: Idilio. Deseo de lo Inmóvil. Bajo ese título debería constar la histórica tendencia alemana a la inmovilidad. El mandato que advierte y recomienda no salir del propio estado social. Se acuerda de un relato de Hoffmann, cómo se llamaba, ese donde un botero se niega a aceptar que su hija se case con un joven rico, faltaba más, su hija se casará con un botero, miembro del gremio de los boteros, como debe ser. Un deseo endogámico que si es necesario, apelará al incesto. El nacional-socialismo es la expresión más psicótica de ese deseo. Heiko reconoce en las nuevos movimientos políticos alemanes como el AfD esa nostalgia por el viejo Idilio. Este punto le parece importante porque es casualmente el punto exacto donde el dragón hoy mismo se muerde la cola. Hay un aparente impulso de cambio que empuja, urgido por el miedo a la invasión tártara, para volver a ser lo que eran antes, antes de dejar la provincia idílica, antes del desastre… ¡El Stadtschloß encaja perfecto en este cuadro! A la luz de todo esto, se entusiasma, debería mejor escribir una crónica en verso libre. Podría incluso ser más que eso, podría ser un una tesis para mi doctorado (el doctorado, suele ironizar delante de su amigo Dardo, es lo más importante para un alemán, sobretodo en su propio exilio). Este pensamiento ya lo tuvo otras veces pero hoy la bici le acaba de regalar el título: La vida diferida. Debajo de ese título debería fluir no sólo el memorioso vademécum de las transformaciones de la ciudad sino también las modificaciones del otro paisaje, el humano. Y aquí, lo sabe mejor que nadie, es donde se traba la cosa. Aquí es donde debería aparecer, al menos de una manera oblicua, él, Heiko Doppelkopf. Por eso mismo esto se detiene aquí. Sabemos que de mostrarle estas notas, Heiko, después de reírse mucho, pediría, sin énfasis alguno, que quitáramos su nombre de este párrafo; que esa tercera persona del singular no es él; que su yo se expresa en otro idioma y que el icke, que su maestro detestaba, no es más que una trampa para ciclistas.

27 de enero de 2016

ZUSAMMENFASSUNG

Los pocos buenos amigos que hizo en Berlín más de una vez le habremos escuchado decir que jamás volvería. Volvió. Volvió en mayo de 2016. Veintisiete años después. Ni pisó Buenos Aires. Se fue directo a Córdoba y ahí se quedó, Lost in Traslasierra, pone en una carta. Hubo un tiempo en que fuimos compadres, culo y uña, como él decía, sobretodo en los años de la Diáspora y la Troika Troska —el trío que tuvimos con Umauri—; antes de irse a Tunes. Tanto que jodía con los ciclos de siete, fueron exactamente siete los años que pasó allá, literalmente enterrado, desenterrando tumbas, en esos arenales. Se terminó casando con Odilie, la francesita que habíamos conocido juntos en el Rixdorf. De Odilie aprendí todo lo que sé del oficio, dice en otra carta, se refiere al oficio que lo devolvió a Argentina. No sorprendió a nadie que dejara Berlín para irse a Tunes, se hubiese ido a cualquier parte con tal de dejar esto. Se estaba hundiendo feo, se estaba volviendo loco de tristeza en Berlín —vaya hazaña— y se fue detrás de la pibita. Tampoco es que fuera tan joven, lo parecía. Odilie es una de esas mujeres que fraguan en muchacha para siempre. Y fíjate cómo son las cosas, al final fue ella la que piró pocos años después, en Tunes. Resultó que el viejo chiste de oír visiones no era joda. La pequeña Odilie fue oyendo visiones hasta quedar colifa del todo, como está ahora, internada en un hospicio de las afueras de Lyon. Fueron años felices, según él, no te creas, me escribe. Sobretodo los primeros, los años de Cartago. Las complicaciones empezaron en Bizerte. No te quiero aburrir con los detalles, dice y llena carillas de escabrosos detalles. Sus cartas son así, siguen siendo así, puro detalle. Lo que soy ahora se lo debo a ella. No solo laboralmente, no me enseñó solamente antropología arqueológica, me enseñó a pensar. Tras un breve paso por Estambul regresó a Berlín. Esta vez Berlín se redujo a dos o tres personas. Heiko y yo. Estaba raro, como si no lo hubiesen desenterrado del todo. Se quedó en el cuarto del fondo del Murr, el local de Heiko, mientras se buscaba la vida de cualquier cosa, es decir, siguiendo mi consejo, se anotó en el Social. Al menos tengo un plan, decía. Pero la democracia cristiana no tuvo que invertir demasiado en la sinecura. Las penurias económicas de toda una vida se acabaron de golpe, a principios del año siguiente, cuando muere la suegra francesa —que lo odiaba a muerte— y el Gato la hereda. Ni bien llegó la guita se compró un depto tremendo la Rykestraße, a metros del Wasserturm. Un ático de cuatro ambientes con altillo y balcón terraza, dos baños, un chiche. Por H o por B no llegó nunca a mudarse. El tiempo pasaba y se iba quedando en el Murr, en la trastienda, un cuartito de dos por tres lleno de porquerías; posponiendo la mudanza con excusas sonsas. Casi todos los días se daba una vuelta por el palacete. Más de una vez lo acompañé. Iba y lo recorría, se quedaba un rato. Pero cuando estaba ahí no podía accionar, no preparaba ni un mate para no tener que ver una pava, para no tener que ver un objeto cualquiera violando la horizontal. Le molestaba cualquier elemento que interrumpiera el maravilloso vacío de su casa nueva. El humo incluido. No te dejaba ni encender un cigarro. Había una presencia en ese vacío que lo fascinaba. Era como un museo, un museo sacro de la oquedad. Un día, por ejemplo, aprovechando el coche de Heiko llevamos una cajas con libros y se apuró a esconderlas en una especie de despensa que hay debajo de la escalera que va al altillo. Vivía como un monje o un linyera en la trastienda del cambalache de Heiko, un tugurio atestado de objetos. Leía. Paseaba. Había dejado el alcohol. Comía arroz integral y frutos secos. Cada dos o tres meses volaba a Lyon, pasaba unas horas con Odilie que posiblemente ni se enteraba y al toque estaba de vuelta. En uno de estos viajes, en la espera de Orly, se cruzó a Eduardo Prchal, un antropólogo chileno que conocía de Bizerte. Bueno, qué te cuento que a las pocas semanas se estaba embarcando, literalmente, en el proyecto Ongamira, en Translasierra: un grupo de excavaciones que desde hace varios años labura sobre las etnias anteriores a los Comechingones. Así es como volvió a Argentina después de casi treinta años de ausencia. Gambetió Buenos Aires en Ezeiza y siguió. En el aeropuerto de Córdoba lo esperaba una camioneta asignada al proyecto que lo llevó a Mina Clavero. A las afueras de la ciudad, en dirección a las Altas Cumbres, en una especie de posada alternativa estaba instalado el equipo dedicado a las excavaciones de Pampa de Achala y Quebrada del Condorito.
Tuvo apenas unas horas para aclimatarse y recorrer la ciudad. Al otro día empezó a trabajar en Achala. Se adaptó enseguida. Revivió, según sus palabras, me había olvidado cómo era el sol. Clavero le cayó bien de entrada, se sentía lleno de energía, como si en pocos días hubiera perdido diez años. Le gustaba tanto el trabajo como sus compañeros. Al mes siguiente se reencontró con Perschal y las malas noticias. Desde el cambio de gobierno, en la provincia las cosas se habían ido dando vuelta mal. El Ongamira venía zafando de milagro desde hacía meses. Pero ahora el presupuesto del programa se acababa de reducir en un 40% —que era una forma gradual de mandar el proyecto al muere— muchos iban a tener que irse. Empezando por él que, además de ser nuevo, no tenía papeles académicos. Al Gato no le afectaba el tema financiero pero quedarse y trabajar gratis no le pareció ético. La otra opción era volverse. Decidió dejar todo en suspenso. Como quien arroja la moneda y la deja en el aire girando. Continuidad o espiante. Ya va a caer. Alquiló una casita y un auto adecuado al terreno y decidió que algunos días sí y otros no iría a los yacimientos o se dedicaría a recorrer Traslasierra hasta que cayera la moneda. Con el correr de las horas la sensación de bienestar que le provocaban clima y paisaje no hizo más que acentuarse. Decididamente la región tenía un atmósfera que lo beneficiaba. Cada paseo era más largo que el anterior. Empezó a regresar cada vez menos a Clavero. Un par de semanas después tenía tan bien equipado el auto que entregó la casa y soltó el ancla. Así anduvo gitaneando un tiempo hasta que se alquiló un cuarto en una pensión de Villa Dolores y se dedicó a buscar otros yacimientos arqueológicos y a recabar cualquier rastro, físico o bibliográfico, acerca de la etnia hênia-kamiare. En Yacanto un muchacho le mostró unas puntas de flecha que decía haber encontrado cerca del arroyo Luyaba, a unos 40 km. hacia el sur. Era la muesca típica de las armas kamiare. Le dijo que casi nadie había buscado por ahí y que según su abuelo en el valle había un cementerio prehispano inexplorado. Al otro día fue. Pasó toda esa semana en la zona. Más allá del hallazgo de unas puntas y un pedernal de dudoso origen la aventura no fue muy fructuosa. No había rastros de tumbas ni de asentamientos importantes. Una tarde estaba excavando a unos metros del río cuando se topó a unos tipos muy raros. Eran tres, estaban vestidos como soldados de la guerra de la independencia; por el rojo de sus trajes, cruzados por doble bandolera blanca, parecían realistas. Pero lo más bizarro no era el anacronismo de la ropa, había otra cosa que el Gato no terminaba de entender. La torpeza, pensó, podría ser la torpeza de la acción que realizaban. Parecían atar unos palos. No lo podía corroborar, estaban lejos, a la vera del río. ¡Pero si el río no estaba sino a unos metros! El Gato se quedó como paralizado, mirando, tratando de oír, mejor dicho tratando de entender, porque los oía. Entonces estuvo seguro de dos cosas: uno) que hablaban en verso, con voces y palabras agudas y, dos) que estaban a menos de cinco metros. Demoró minutos en darse cuenta. ¡Eran soldaditos! Criaturas de menos de veinte centímetros de altura. Al parecer trataban de hacerse una balsa con unos palitos que habían juntado. ¿Querrían cruzar el arroyo que para ellos era seguramente un ancho y bravo río? No parecían preocupados por el gigante que los observaba. Ni lo miraban. No paraban de hablar. El Gato no se animaba a moverse. Descubrió que no había entre ellos diálogo alguno. Uno de los tres decía un texto rimado y los otros dos repetían el último verso —que coincidía con el primero— varias veces, como un mantra cantado. Se iban alternando. Uno decía: en el dulce Lambaré / feliz era en mi cabaña / vino la guerra y su saña / no ha dejado nada en pié… Y los otros dos repetían cantando a dos voces: en el dulce Lambaré / en el dulce Lambaré / en el dulce Lambaré.
El Gato quiso entablar un diálogo pero no sabía bien qué decir. Se decidió por una trivialidad. 
—Perdón, soldados —les dijo—  ando medio perdido; Luyaba… ¿ustedes saben para dónde queda?
—Lo mataron los cambá —contestó uno de ellos mirándolo muy serio— no pudiéndolo rendir / él fue el último en salir / de Curuzú y Humaitá— y el coro subrayó a dos voces: Lo mataron los cambá… Lo mataron los cambá…
El Gato esperó que las voces terminaran el estribillo.
—Miren muchachos, si lo que quieren es cruzar el arroyo yo los puedo ayudar… 
La respuesta no se hizo esperar. Esta vez el orador era otro. Se apoyó en el palo que tenía en la mano, levantó la cabeza y lo miró fijo:
—Llora llora urutaú / en las ramas del yatay / ya no existe el Paraguay / donde nací como tú—. Y detrás, inmediatas, las otras dos voces repitieron varias veces: Llora, llora urutaú…Esta situación se repitió varias veces. En algún momento llegaron dos soldados más que se unieron a la tarea de ensamblar una balsa; se comportaron de la misma manera. El Gato, cada vez que una cuarteta terminaba, volvía a decirles alguna tontería, daba igual, los paraguayitos reaccionaron siempre de la misma forma. En un momento volvió a escuchar el verso del lambaré por lo que llegó a la conclusión de que el repertorio de los soldados era limitado. Pasado un rato los dejo hacer; decidió encaminarse en la dirección por donde había visto venir a los últimos dos. Al fondo de un bosquecito de tabaquillos encontró un caserío de adobe y piedra detrás del cual se levantaban tres enormes galpones de zinc. Quiso averiguar de qué se trataba pero nadie contestó a su llamada. El lugar no parecía abandonado. De hecho en dos oportunidades le pareció percibir movimiento. Regresó al pueblo y preguntó; le dijeron que esos galpones fantasma estaban ahí desde hacía añares, desde la época en que trataron de crear un cordón industrial y para atraer inversiones el gobierno de la provincia había ofrecido beneficios impositivos a las empresas que se instalaran en el valle. Algunas marcas llegaron pero construían galpones enormes en donde jamás se registraba actividad alguna. Artimaña para poder cobrar regalías, esos galpones cumplían una función puramente decorativa. Durmió en Luyaba y al otro día volvió. Tocó bocina, aplaudió, gritó… pero nada. Se quedó vigilando con binoculares. No podía creer que nadie le respondiese, podía ver el movimiento; gente que entraba y salía de las casas y de los galpones. Decidió trepar las alambradas. Agazapado, escondiéndose detrás de los arbustos se fue acercando. En la casa vieja encontró un orden y una asepsia ejemplares. No había nadie. En la cocina, tan limpia como desprovista, buscó un vaso y al intentar llenarlo comprobó que no funcionaba el agua corriente. Manoteó una manzana del frutero, era de utilería. Salió del rancho y se dirigió al fondo, hacia los galpones. En el potrero que separaba los galpones encontró, por fin, algunos hombres. La actividad era febril. Pasó más de media hora oculto detrás de unos viejos barriles de gasoil y un buen rato escondido detrás de un membrillo cercano a la entrada de uno de los galpones. No acababa de entender qué era lo que hacían. Por momentos parecían descargar cosas de una especie de acoplado pero entonces cierto despliegue de herramientas lo convencía de que en realidad construían algo, seguramente otro rancho... o no serían más bien palas esas pértigas que parecían hundir en la tierra como si cavaran un pozo para el agua. Volvió a ayudarse con los binoculares como si éstos, prácticamente inútiles a esa distancia, pudieran aclarar una situación menos enigmática que extravagante. Sintió un leve mareo. No había comido nada en todo el día. Entendió que la debilidad que sentía era incertidumbre, incluso miedo, ante lo que estaba presenciando. No eran hombres, quiero decir, no eran humanos esos seres industriosos que se afanaban por levantar vaya a saber qué cosa a escasos metros del Gato. Cuando abandonó el membrillo para intentar colarse se dio cuenta de que era inútil esconderse. Nadie le daba ni cinco de pelota. De ahí en más se movió de acá para allá como invisible entre los diferentes grupos de... pensó en los soldaditos ¿Eran muñecos? En uno de los tres galpones —el más cercano al rancho— presenció una extraña ceremonia. Eran una veintena de fieles. Le llevó tiempo comprender que era un ensayo. Para entonces había empezado a acostumbrarse a no ser visto. Los seres eran similares a los trabajadores del patio, aunque más heterogéneos. Semejaban un rejunte de marionetas de diferentes colecciones. El ensayo, o lo que fuera que los ocupara, parecía interminable. Se interrumpió brevemente cuando una mujer de largo cabello negro y rostro pálido entró al plató. El Gato entendió rápidamente que se trataba de una especie de directora, al menos ese era el rol que cumplía en ese momento; daba indicaciones y a veces interrumpía la acción, rebobinaba e instaba a repetir algún pasaje. Fue ella la primera que lo registró. En algún momento lo miró, sin dirigirle la palabra ni asombrarse de que estuviera ahí. Por el portón abierto del fondo el Gato vio que anochecía; vio clarear después el día. En algún momento se quedó dormido. La mujer lo despertó para pedirle que se corriera, que buscara otro sitio —Disculpe pero necesitamos el espacio para la escena del derrumbe, le dijo. Se fue a sentar unos cuantos metros más allá, encima de una tablas muy bien amontonadas. Había unos cuantos cueros de cordero y los apiló para seguir durmiendo. Desde su nuevo puesto gritó preguntando si estaba bien ahí pero no recibió respuesta. Cuando se despertó el galpón estaba completamente a oscuras. Se oían, sin embargo, las voces, las mismas. No veía casi nada, apenas un vago resplandor entraba por la abertura del portón. El ensayo interminable seguía, a ciegas. Encendió un cigarrillo. No llegó a dar la segunda pitada. No se puede fumar acá, señor, hay materiales altamente inflamables, le dijo una voz vagamente electrónica. Lo apagó inmediatamente. Estaba tan oscuro que se sintió vigilado. Escuchó un “sigan ustedes solos por ahora”. La voz provenía de algún lugar muy cercano a él. Encendió la linterna que llevaba en el morral. La pálida mujer lo estaba observando. El rostro era tan singular que no percibió ninguna irregularidad sino hasta mucho más tarde; recién después de charlar con ella un largo rato reparó en su  tamaño. Aunque mucho más grande que los paraguayitos, era una miniatura. Debería medir como mucho un metro de altura. Trató de que su asombro no se le notase. Miró para otro lado y a pesar de la oscuridad que lo rodeaba notó que había más gente. No se animaba a apuntar con el foco. Lo mantenía hacia abajo, con el haz de luz golpeando de chanfle el piso de cemento. Se puso a jugar con la linterna, nervioso, con la intención de ver mejor a su alrededor. La silueta que percibió en el fondo le despertó un recuerdo. En ese momento la mujer le estaba preguntando algo pero el Gato, impresionado por el personaje que acababa de descubrir, no conseguía reaccionar. Estaba tratando de recuperar un recuerdo que parecía pegoteado en el fondo de la lata oxidada de su cabeza. Acostumbrado a olvidarlo todo había olvidado los temibles robots del Titicaca, los robots chinos que habían atacado a René, a Benicia, a los niños y a él mismo hacía ya tantos años en la isla flotante, cerca de Copacabana. Se acordó del Dragoñante, el monstruo de baquelita blanca que le había arrancado limpiamente un ojo y se lo había vuelto a implantar en menos de un minuto; se acordó del dolor preciso de ese preciso minuto y del dolor menos agudo pero mucho más duradero, el de haber empezado a perder para siempre su paraíso de totora gracias a esas bestias cibernéticas; se acordó de una frase de Benicia, dicha siempre en aymará y traducida parta él al segundo: Todos nosotros somos en algún sentido un viaje parecido: una añoranza del origen del habla y un esfuerzo por permanecer cerca, lo más cerca posible, de la escena vacía del ser.
Él, que nunca se acuerda de nada, acababa de recuperar en un instante una de sus vidas, quizá la más importante, acaecida más de veinticinco años atrás.
—Esos… empezó a decir— Ese… robot blanco del fondo… Es un hijo de puta…
—No… Es un Yogún. No se preocupe. Es un trasto sin verbo.
El verbo. Estaba tan acostumbrado a inventar recuerdos que lo poco real que le había tocado vivir se le había borrado. Había olvidado por completo la cápsula negra que René capturara del robot asesino al servicio del SICh. El Gato había recibido esa cápsula, una especie de supositorio negro, que según René-San era el “verbo”, la proteína que animaba a esos muñecos homicidas. Ahora, frente a ese rostro increíble, ante la pequeña mujer de piel craquelé, le vino a la memoria todo, también aquello.
—Mire, señorita…
Bruna.
—Señorita Bruna… Una vez, hace años, hace muchos muchos años luché… luchamos, mejor dicho, mis amigos y yo, contra un ejército de autómatas blancos; eran iguales a ése, eran… Eran robots ultraviolentos chinos.
—No, no eran chinos. Eran de acá, eran del Nandí.
—No puede ser, eran chinos. ¡Trabajaban para el SiCh! 
—Deja que vuelva el río…
—Tenían una cápsula negra, una grajea que les daba vida…
—El verbo. Cada uno de nosotros tiene uno.
El Gato, en medio de la penumbra violada por haz de luz de su linterna, sintió el peso insoportable de las palabras. No entendía todavía lo que estaba pasando pero algo en él percibió en ese momento el calibre y la sombra de la gravedad de lo que la mujer decía. Se sintió inmensamente viejo y cansado. Confusamente empezó a contarle a Bruna sus retazos de escenas de aquellos días, tan confusamente como le llegaba del altiplano del recuerdo: aquellos días. 
A la edad en que legalmente se alcanza la mayoría de edad el Gato perdió la memoria y jamás la recobró. Los pormenores del accidente ya fueron relatados en entradas antiguas del Sainete pero vamos a reiterarlos, para que la delicada relojería del conjunto no sufra y la viable indulgencia llegue a tiempo como un tren finlandés. La memoria real del Gato empieza a los 21 cuando despierta en estado de amnesia en los brazos de un desconocido llamado René, René-San Belén, futuro amigo y maestro. Todo lo que guarda de lo ocurrido hasta entonces, los recuerdos que van de su nacimiento en Buenos Aires hasta el día en que lo cagan a trompadas en una esquina de Copacabana, Bolivia, a pocos metros de la orilla del Titicaca, se han ido para siempre al garete gracias a una carambola de golpes. Sin embargo serán reconstruidos con paciente pericia por una chamana aymara llamada Benicia, la compañera de René. Ella le irá develando lentamente su memoria perdida, en los siguientes mil días —los tres años que vivieron juntos— a través de la lectura de las hojas de coca
Una sola vez en toda su vida volvió a Buenos Aires para comprobar que no era del todo cierta —aunque tampoco falsa del todo— la data de ese oráculo. Hace poco hemos publicado Diskrepanz, esa entrada es, entre otros cosas, una versión más de ese viaje. El Gato, con los años, después de darle millones de vueltas al asunto, terminó pensando que de verdad Benicia, madre de multitudes, descifró su memoria perdida; cada umbral, cada ventanita de su infancia, lo vio todo de posta; vio y leyó cada una de las páginas de su vida… pero al verbalizar lo visto se produjo el típico ajuste de toda traducción, la escritura de lo visto que implica reinterpretación, sujeta a exégesis inconscientes y a traslaciones, de ahí que algunas cosas no coincidieran completamente (recuerde el alma dormida: la casa de sus viejos resultó ser el laburo de su hermana; el tambo de su abuelo, un bar de malandras, etc). 
—René me dio uno de esas cápsulas, un verbo de esos que usted dice, para que oyera todo… Todo lo que dijera adentro. Quería que yo transcribiera cada palabra… Dijo que era importante. De vital importancia, dijo.
—No sé. Hacía tanto frío en el Licancabur… Estábamos muriéndonos, señora… 
—Entiendo.
—No, no entiende, lo perdí. Perdí el verbo.
—No se preocupe. Son todos más o menos igual. Le puedo alcanzar uno un día si le ayuda. Pero no creo. El verbo es una voz, un monólogo apenas, y a pesar de que cambia de registro, de color, de sexo, es siempre la misma voz, la voz del hacedor, la voz del Nandí… La voz del Viejo.
—Que según usted… mueve cosas.
—Mueve al Nandí. 
—Todo esto…
—El verbo es la fuente de energía que descubrió el Viejo. El verbo, la energía poderosa del verbo, nace del cortocircuito entre la palabra y el sentido, de la excitación en las moléculas del lenguaje. De ese dos nace el tres y voilá, zhè wei tao. Bueno, todo esto… Nace más o menos esto.
—Los soldados…Los paraguayitos no pueden mantener un diálogo.
—Ah, los Héroes… Los Héroes fueron hechos para otra cosa. Son sourvenirs. Los hicimos para regalar como escarapelas a los participantes de un encuentro del Teatro de Objetos. 
—Están queriendo cruzar el arroyo…
—Es un misterio cómo se han ido multiplicando. Pero se van, se van todo el tiempo. Están como locos con el río, viven cruzando el río. Viven yéndose los pobres.
—Pero vos sí.
—¿Yo sí qué?
—Vos conversás de lo lindo…
—Eso parece. En los últimos días apenas existía. Sólo a veces acordaba y me reconocía y entonces algo, algo, un latido imperceptible —el parpadeo de las cosas— me daba un respiro que parecía el último; como un caserón viejo que sólo tuviera una ventana a la avenida.
—Ah… Pero entonces, si no te entiendo mal, esto mismo que acabás de decir también lo dijo él, me lo está diciendo él.
—No lo sé, no creo. Somos, en parte, repetidores del sistema de citas. Todos nosotros. Repetimos un número más o menos numeroso. Los héroes tienen sólo un poema. Otros tenemos mejores bibliotecas.


   


Anticipo de una posible próxima entrada:
a) Marionetas en loop o autómatas engualichados, los seres del Nandí existían dedicados a la acción constante —la acción ES el Teatro, solía citar Bruna, máquina inagotable de citas—. b) Si bien no es del todo admisible hablar de pensamiento no carecían de un algo similar al pensamiento, ese símil pensamiento vivía expresado tanto en los parlamentos de las obras como en la vida cotidiana. Evitaba toda afirmación conceptual —salvo aquellas usadas con fines dramáticos— el Pathos cono juego. c) El Gato fue descubriendo que el mundo de las ideas en el Nandí utilizaba las mismas reglas que regían, por ejemplo, para el montaje de una escenografía. Las ideas, las palabras que las expresan o contienen, los giros, los fraseos, los conceptos y sus alteraciones de acuerdo a cómo fueron puestos en escena, etc, no eran más que meros materiales, sustancias, colores, líneas, planos que podían o no usarse de uno u otro modo para la representación de una voluntad y daba en el fondo igual si se trataba de una obra o de la vida cotidiana. d) El Gato empezó a comprender que para la gente del Nandí no había diferencia alguna entre una y otra, ni entre el trabajo y el ocio. De hecho se trabajaba todo el tiempo, sin pausa, pero observada desde afuera —el único afuera posible es decir, el Gato— esa laboriosidad estaba impregnada, abonada, por el ocio. Por ejemplo, en uno de los primeros ensayos que presenció —se trataba de una obra que dirigía Bruna— registró lo siguiente: en un momento dado la acción era interrumpida por uno de los actores quien observaba a su compañero que si bien es factible salirse del libro, el parlamento que acaba de decir no sólo lo contradice sino que pone en riesgo la verosimilitud y la esencia del texto del drama. Bruna, con voz ronca y levemente seseosa, interrumpe y aclara que está bien, que puede que tenga razón, pero que en todo caso no podemos saberlo del todo: que permita a la sorpresa y la audacia del obrador del texto —el actor— seguir remontando el curso del discurso de su inspiración, que de última en este caso —y siempre!— nuestro asunto no es el texto sino el texto del texto. Lo crucial, lo verdaderamente importante es que no se vea el esfuerzo y si hay que emparchar, que no se vea la puntada. Lo que jamás querremos es el diorama, la mueca del empeño del ser imaginario por existir.

14 de agosto de 2015

DISKREPANZ


En Ezeiza tomó el 86. Quería llegar lentamente. Tenía la esperanza de que alguna esquina, alguna calle de algún barrio le dijera algo revelador, algún recóndito secreto entre él y el paisaje. Se bajó como un zombie en Almagro, en Hipólito Yrigoyen y Colombres. Al doblar la primera esquina empezó a sentirse mal, a sospechar que se había equivocado de ciudad natal. Trató de convencerse de que la discrepancia entre recuerdo y realidad era lo normal en un caso como el suyo. Miraba para todos lados esperando reconocer o ser reconocido. Trataba de desmenuzar las palabras de Benicia que oía resonar en su cabeza todo el tiempo como si salieran de un walkman. El cuento de sus recuerdos era todo el recuerdo. Se distrajo pensando en ella. Le hacía bien. Como solía sucederle cada vez que pensaba en Benicia empezó a percibir su aroma –su extracto de barro y hojas maceradas– y ese olor lo llevaba inmediatamente hacia pensamientos más voluptuosos como si el perfume que emanaba de su cuello fuera afluente de un perfume mayor, el de su sexo. Trató de imaginársela en otras situaciones, las más cotidianas. Era difícil. Le costaba recordarla en su rol de madre, por ejemplo. Cuando los niños dormían, cuando René–San los dejaba –el hombre de la casa dormía en la totora, alejado de las casas, como un apóstol– y empezaban las sesiones de recabar recuerdos, de desenterrar la memoria perdida del Gato… Allí estaban, más claros y mejor que en una película, en la voz de Benicia, su casa y sus padres, su hermana, el niño torturado y feliz que había sido. Pero ahora ni las veredas ni las calles de su infancia le decían nada. Caminó por Castro Barros hacia el sur. A la casa la encontró por fin al 1100, pasando San Juan, casi llegando a Cochabamba. La reconoció enseguida. Era la casa verdosa de dos plantas de la calle “Castor de Barro” que Benicia le había descrito con meticulosa exactitud. El revestimiento de pequeñas piedras más o menos verdes que cubría todo el edificio; las persianas de madera siempre bajas cubiertas por un enrejado de hierro negro; el portón macizo del garaje y el ventiluz redondo arriba de la puerta de entrada. Tocó el timbre y esperó. Le abrieron por el garaje. Era un adolescente morocho, alto y delgado, con los ojos a media asta. Los gruesos labios apenas se abrieron para dejar salir un monosílabo que el Gato no llegó a entender. Tardó en reaccionar. ¿No me reconocés? se le escapó. No, la verdad que no. Igual hace poco que trabajo acá. Giró la cabeza hacia adentro y gritó: ¡Rearte! Apareció un hombre como de cuarenta, con un trapo entre las dos manos sucias de un líquido retinto. Tenía los ojos muy pequeños y los entrecerró para enfocarlo:
–Ah, ¿qué hacés?
–Usted me conoce, quiero decir, ¿se acuerda de mí?
–Sí, ¿vos no sos Nacho, el hermano de Lola?
Lola, pensó el Gato, mi hermana se llama Lola. Benicia no le había dicho ese nombre… Rápidamente trató de recordar.
–¿Dolores no está? ¿Y mis viejos?
–Qué se yo dónde están tus viejos. ¿Estás en pedo? A ver… ¿querés pasar? ¿te sentís bien?
Adentro estaba más fresco y bastante oscuro. Olía a tinta y a grasa. Reconoció máquinas. Una de ellas estaba encendida. El ruido de la imprenta no era demasiado fuerte y sostenía con gracia un ritmo agradable. Era toda la música que necesitaba. No sabía qué decir. Volvió a preguntar por su hermana. Rearte le dijo que Lola ya no trabajaba más con ellos, que se había ido de la ciudad a finales del año pasado. Le convidaron mate. Dicen que anda por Misiones, agregó mientras cebaba. El incómodo silencio le obligó a garabatear aclaraciones. Empezó por decir que estaba recién llegado, que había vuelto por fin después de mucho tiempo.
–Hace unos tres años que no tengo noticias de mi familia.
–¿Porqué no fuiste a tu casa?
–Fui, pero no había nadie, mintió.
No entendía porqué la casa del “recuerdo” resultaba ser la imprenta donde trabajaba su hermana. No tenía tiempo de meditar acerca de esto. Tenía que encontrar la manera de salir del paso y a la vez averiguar las coordenadas verdaderas. Se quedó un rato en la penumbra fresca de la imprenta, tomando mate, tratando de hilvanar una conversación más o menos fluida, al menos para ganar tiempo. La parquedad del palique tenía menos que ver con la introversión de Rearte que con el miedo del Gato a meter la pata, a dejar escapar una incongruencia que revelara su despiste. Hubiera sido mejor confesar la verdad pero por increíble que parezca esta idea no se le cruzó por la cabeza. En medio del estreñido diálogo Rearte mencionó la calle Suárez. Al Gato se le apareció entonces una combinación de voces, un rosario de palabras que enlazaban Suarez, Tambo, Riachuelo, Sifones, Gallareta… Recordaba sobretodo la boca de Benicia pronunciando esas palabras que no pertenecían a su lenguaje cotidiano –Benicia hablaba aymará y el español como segunda lengua–, apenas si movía los labios al hablar y ante ciertas palabras extrañas a su vocabulario habitual parecía que su boca hacía un esfuerzo. Al gato esto –como tantas otras cosas en Benicia– le resultaba muy sensual. La boca parecía entonces más ancha y brillante. Sintió una enorme nostalgia.
–… La boca, se escuchó decir.
–Sí, hace poco llevé a mi sobrino a la cancha y después pasé… estaba tan lleno de gente que nos fuimos a la mierda…
En la avenida Caseros tomó el 25. ¡El tambo de la calle Suárez! La Guardia de los Sifones, Bombón de Bosta, Plumeros de Gallareta… repicaban lejanas las campanadas de la voz de Benicia.
El tambo resultó ser un bar común y corriente en la esquina de la calle Caboto. Ni bien entró un tipo que estaba sentado en una de las mesas lo miró con evidente asombro y salió corriendo por la otra puerta. Cuando se acercó a la barra un hombre muy mayor, sin mirarlo a los ojos, la voz temblorosa pero firme, le dijo que se fuera inmediatamente, que no lo quería ni ver por ahí. El Gato sintió que la ardía la cara de vergüenza. La animosidad del viejo le llegó como un mal aliento.
–Ya mismo te mandás a mudar de acá…
El silencio en el bar lleno de gente era abrumador. Tardó un rato en animarse y reaccionar. No dijo una palabra. Se quedó mirando las viejísimas botellas detrás de la barra. Se le ocurrió que si el bar era una iglesia estaba ante el altar mayor. Detrás de unas botellas de Pineral descubrió un viejo cartel enlozado que decía: Lechería La Solis.
Caminó durante horas. Se detuvo en un café. Comió algo y preguntó por un hotel barato. Le recomendaron la pensión de enfrente: El buen rumbo. Esa noche, desvelado por el ansia y por la luz del neón que refulgía titilando desde la ventana pensó que el nombre mismo de la pensión era un excelente augurio. Era normal que la ciudad entera le resultara extraña por completo. Reconoció que lo más difícil era hacer encajar las piezas del lugar concreto con la minuciosa descripción de Benicia. Esto mismo, invirtiendo los términos, también era cierto y no menos oscuro. El insomnio lo hacía girar sobre los mismos pensamientos mientras la luz se azulaba unos segundos y volvía desvanecerse en la madrugada para volver otra vez. De pronto estaba completamente seguro, era puro cuento todo lo que Benicia le había dicho. Pero al rato, un segundo después, analizando bien las relaciones de ambos espacios de representación se convencía de que el relato, lejos de ser inexacto, estaba afectado por un deslizamiento de sentido muy sofisticado y a la vez intervenido por ajustes poéticos a los que se le superponían precisos aunque secretos enroques cartográficos cuya lógica… se le escapaba. Acaso esta discrepancia entre dos narrativas ¿no era análoga al viejo problema de filmar provechosamente una novela célebre? Por fin consiguió dormirse. Estaba en un casino miserable, un galpón iluminado con precarios soles de noche. Había una sola mesa muy larga, la de la ruleta. Mucha gente alrededor, todos elegantemente vestidos, haciendo sus apuestas con fichas de colores. Reían y hablaban mientras comentaban alguna cosa incomprensible. El Gato también hacía las suyas pero constantemente eran interceptadas por alguno de los presentes. No acababa de entender si sus apuestas eran corregidas o si simplemente le robaban las fichas. La ruleta giraba y giraba pero nadie arrojaba la bola ni anunciaba el consabido no va más. El Gato protestaba cada vez que alguna de las manos arrebataba su apuesta y la colocaba en otro casillero pero nadie le llevaba el apunte. En el sueño esta situación no le resultaba extraña: sabía que el resto de los presentes estaban muertos y que no había ninguna posibilidad de comunicación con ellos. Una voz en su cabeza le decía que iba bien así, que tenía que insistir, que a él menos que a nadie debía importarle dilapidar su fortuna en lo invisible.

Se levantó muy tarde. Era su segundo día en Buenos Aires y lo encaró con optimismo. Había tenido un sueño que si bien no conseguía interpretar con claridad se le antojaba un excelente augurio. Sintió que el sueño no sólo era venturoso, sintió que era un mensaje. Tomó un café con leche en la cocina de la pensión. Una mujer picaba cebollitas de verdeo y ese olor le recordó otra vez la isla. Recién entonces se dio cuenta que la isla era el único recuerdo real que le quedaba. La isla, el Titicaca, Copacabana, el Licancabur, San Pedro, Iquique, Santiago y pará de contar. Cerró los ojos y vio una larga trenza negra meditando al borde del lago. El trajín de Benicia era tranquilo y constante. No conocía descanso. Atendía la casa –a tres docenas de niños–, a sus clientes –leía el pasado y el porvenir– sin abandonar su reducida pero exigente producción de ekekos. Había un sólo momento del día en el que interrumpía su ajetreo y se retiraba, durante el tiempo que durara el atardecer (toda la familia sabía que no debía ser molestada). Benicia se sentaba en un borde cualquiera de la isla de paja y se dedicaba a los muertos. Se dedicaba a escuchar a los muertos. “Entre el aleteo del agua y pedregullo de la niebla, no con el iris sino con el rabillo del ojo”. Me pregunto qué dicen de nosotros. Nada Gato, ni hablan de nosotros los muertos. Los muertos hablan entre ellos de bueyes perdidos, de cosas y personas muy lejanas que vinieron antes que ellos o que no han llegado todavía. Hay que escuchar lo que chusmean como quien lee el diario de otro país y luego hacer las cuentas. 
Caminó al azar durante un rato. En la lista virtual de sus hitos el siguiente lugar en importancia era “un suburbio italiano que se llama Palermo”. Había que encontrar una calle “con nombre de santa”. Preguntó sin mucha suerte aquí y allá hasta que un hombre mayor, el encargado de un quiosco de revistas, le dijo que había una guía alfabética de calles y que él, casualmente, la vendía. La compró. El mismo hombre le ayudó en la búsqueda. Se lo veía más compenetrado que el Gato, como si hubiera un premio en la resolución del enigma. Cuando vieron que no había una calle con nombre de santa en el barrio de Palermo el veterano se indignó como si se tratara de una injusticia y comenzó a quejarse de lo mal que andaba todo. Sugirió la avenida Santa Fé… Al Gato no le pareció descabellada la idea, le pareció que la maniobra semántica combinaba bien con las otras pistas. Decidió que iba a caminar esa avenida. El hombre, riendo abiertamente, aclaró que era una broma pero que si le servía, allá él… El Gato estaba ya apurado por partir pero el viejo no lo dejó, se había tomado el caso muy en serio, no soltaba la guía. Seguía consultándola sin dejar de putear en voz baja. 
–Hay un pasaje, pibe, le dijo, el pasaje Santa Rosa. Ojo que es lejos. Tomate el 168 acá a la vuelta.
Santa Rosa es un pasaje que dura dos cuadras. No encontró nada significativo. Tuvo ganas de tocar todos los timbres –no eran tantos– y preguntar cualquier cosa, esperando que alguien lo reconociese. No se animó. Camino calle arriba y calle abajo varias veces. Más tarde se sentó en un bar, junto a un gran ventanal que daba a la placita. Mientras apuraba un café cayó en la cuenta de lo cansado que estaba. Más bien se sentía desmoralizado, decepcionado con él mismo. En el fondo había esperado otra cosa de vos Gato, había esperado desde el primer momento, desde la llegada a Ezeiza, un milagro, una epifanía que le devolviera de un golpe una versión corregida y aumentada de su pasado. Estaba por levantarse de la mesa cuando se le acercó una mujer. No le preguntó si podía sentarse. Ni siquiera lo saludó. Era joven y bonita, más o menos de su edad, calculó. Parecía bastante alterada. Le ofreció un cigarrillo. Él negó con la cabeza.
–Me llamó el Hueso. Me dijo que anduviste por allá. Qué milagro no te metieron un cuetazo… La verdá es que vos la sacás siempre tan barata, Nacho.
Con una sonrisa socarrona que consistía en estirar los labios hacia un lado y hacia arriba, le dijo que la verdad es que estaba segura que lo iba a encontrar ahí. El Gato empezaba a alegrarse por la novedad mientras percibía la exasperación de los gestos y la paulatina carga de violencia en la voz de ella. La verdad es que no entendía que carajo hacía ahí, para qué había vuelto. Ella, en su lugar, la verdad, no hubiera ni asomado. Me hubiera pegado un tiro, Nacho. El Gato la escuchaba con atención sin tener ni la menor idea de cómo reaccionar. Sus ideas comenzaban a atascarse en la terraza tratando de armar un sentido. Hacía un gran esfuerzo de concentración para no perderse en el atolondrado discurso de la chica –le hubiera gustado saber su nombre pero temía preguntar– aunque lo distraían su belleza, sus gestos fieros, la constante repetición de la palabra verdad, las pequeñas gotitas de sudor arriba del labio, el escote generoso, la intensidad furiosa de la mirada. Lo que por el momento podía sacar en limpio es que lo acusaba de algo abominable. Lo inculpaba de cosas que a juzgar por la vehemencia y el énfasis invertidos parecían de un calibre mayúsculo. Era evidente que según ella él era un traidor de proporciones homéricas. Dedujo que lo que había traicionado debía de ser una causa muy noble o algo por el estilo. En la verborrea de la muchacha afloraban rencillas eminentemente políticas lo que le hizo suponer alguna historia de espías como las que le contaba René durante la pesca. Pero había cosas que no encajaban del todo: la referencia al Kaiser Carabela o la mención de ciertos colimbas del Geriátrico que según entendía habían sido también víctimas de su felonía. A medida que avanzaba en su acusación el Gato empezó a sospechar que era ella –o al menos así sugería sentirse– la primera y la mayor de sus víctimas. Alimentada por la nula reacción del Gato –no había abierto la boca ni una sola vez– la tensión se volvió insoportable y empezaron las puteadas. Para cuando la chica estalló en llanto el Gato ya había alcanzado la vereda. Salió corriendo y corrió y solo paró de correr cientos de metros después, cuando sintió la asfixia. Tardó unos minutos en recobrar el aliento. Se sentó en el rellano oscuro de una casa. Una vez que pudo respirar con normalidad aprovechó y lloró. Lloró un buen rato. Caminó en dirección al centro. Estaba cansado y aturdido. Le parecía que las personas que cruzaba lo miraban feo. Apuró más el paso. Hizo una parada en un Pumper. Se dio cuenta de que no podía comer. Tomo un café horroroso y siguió. Comprobó que la animadversión hacia él era compartida también por los automóviles e incluso por objetos aún más exánimes. Pueden verse cosas horribles en una taza de café de filtro en el momento en que se le echa un chorro de leche o en una pila de pantalones doblados sobre una mesa de saldo o en la vidriera de una casa de repuestos ortopédicos. Se sintió amenazado por sus propias pulsaciones. La vida empezaba a perder sentido. Justamente en esa ciudad, en su ciudad, donde había empezado, la esperanza de continuidad se deformaba monstruosamente en la medida en que se alejaba del relato fundador de Benicia. Llegada la noche el poco ánimo que le quedaba se le fue cayendo a pedazos. El desencuentro entre memoria y realidad, que a su llegada era un nimio desperfecto en la piel de las cosas, se había ido dilatando con el correr de las horas. Al tercer día no supo ya hacia dónde ir. La grieta entre el relato y la ciudad ya era un abismo. La violencia interna de la situación oprimía de tal forma la respiración de las calles que el Gato, aún en medio de un parque, sintió claustrofobia. Notó que el encadenamiento de los sucesos más insignificantes daba pequeños saltos, como un vinilo viejo. Temió que todo eso no fuera sino el prólogo de un nuevo y definitivo blackout. Hay momentos en que a realidad física muestra la hilacha, titubea, deja ver toda su torpeza. Fue entonces que el Gato comenzó a sufrir leves accidentes, tartamudeos, tropezones. Al entrar a un bar calculó mal y le dio un cabezazo a una de las hojas de la puerta vaivén. Un rato después, en el asiento del que sería por muchos tiempo su último taxi, dejó olvidado su morral con todo el dinero que tenía. Decidió poner fin a los tres días más tristes que pudiera recordar. Caminó hasta Retiro y se coló en un tren que iba a Zárate. Pasó la noche a la vera del río, esperando el amanecer para seguir subiendo a dedo el Paraná.